El pasado año, vio la luz en la editorial Maclein y Parker “Esto no acaba de aquí”. Reunía esta antología una amplia muestra de los cinco poemarios editados hasta la fecha por Diego Vaya (1980): “Las sombras del agua” (2005), “Un canto a ras de tierra” (2006), “El libro del viento” (2008), “Circuito cerrado” (2014) y “Gameover” (2015).
Al hilo de dicha compilación, anoté que el ideario del autor sevillano marcaba sucesivamente una aglutinación de realidades en las cuales convergían analogías temáticas que ocupaban su intimidad. Cercano a la universalidad constituida por el amor, el tiempo y la muerte, el ser humano se resolvía como expresión más adecuada para comprender el eje y matriz de una naturaleza donde se articulaban anhelos y desconsuelos, dichas y desamparos. Y así, llevado por el mismo origen de su condición, profundizaba en la búsqueda de un vitalismo concreto, perdurable: “Amanece, y el tiempo, como siempre/ es quien tira de mí con su verdad./ Pero hoy todo pesa tanto… Como/ si el fin del mundo hubiese sido ayer/ yo estuviese todavía aquí”.
Y, aquí y ahora, me ocupa su nueva entrega, “Pulso solar” (Visor. Madrid, 2021), galardonada con el accésit del premio
Jaime Gil de Biedma en su última convocatoria. En esta ocasión, los poemas vienen regidos por una voluntad de extremo pronunciamiento que canalizan, a su vez, las luces y las sombras de un acontecer vivaz si melancólico. Con un verso muy bien medido, cálido en su madurada expresividad, su mensaje se adivina, al cabo, como liberación, compromiso, espiritualidad y dilema. Y, también, como cruzada y alianza frente a la humana cotidianeidad, la misma que consiente batallar contra la servidumbre, la sumisión y la dependencia. Porque la realidad que respira Diego Vaya -esa misma que RolandBarthessimbolizara en su ensayo “Literatura y significación” como “prolongación de la experiencia”- es su misma inspiración, su mejor instrumento de tolerancia contra la finitud: “Que esta canción nos una más allá/ de lo que somos, que los labios sean/ su cicatriz solar, que nos devuelva/ los caminos del tiempo para estar/ de nuevo en esta vida. Cantaremos/ el deseo más hondo de la carne,/ la fuerza de la sangre que se anuda:/ lo que nos hace eternos cada día”.
Dividido en cinco apartados, “El idioma del fuego”, “Visones ante una fotografía”, “Horizontes”, “Paraíso en obras” y “Rescoldos de sol”, el poemario converge hacia una identidad amatoria capaz, en muchos casos, de convertir en contienda y duelo el presente, de hacer crecer y desbordar cuanto será mañana y ya es ayer. Corazonado en la devoción por los suyos, el poeta cobija en su piel y su palabra instantes de una infancia imborrable, abrazos que supieron a felicidad, cenizas que son aún llama viva: “Madre, regresas ya/ en este tren conmigo (…) Mi memoria será la última parada/ antes de que el olvido vuelva a unirnos./ Y tal vez esto sea amar la vida:/ hacer que quienes amo continúen su viaje/ dentro de mí: regresas”.
En suma, un volumen donde sobresale una conciencia nutritiva y solidaria, donde late con hondura el péndulo de un tiempo y un espacio que se hacen comunes al lector. Y que procura hallar desde el bordón de su verdad “una nueva versión del Paraíso, al fin/ hecha a nuestra medida”.