Este penúltimo martes de octubre, los estados del móvil y las redes sociales compartieron mensajes referentes a estos templos de la lectura. En Facebook, Purificación García Díaz definió este lugar como
el espacio donde habita el silencio, el sonido suave del papel al pasar las páginas, transmitiendo la paz que en él se siente al dejar la rutina en la puerta de la sala, una tranquilidad tan dulce como el entusiasmo que se espabila cuando cogemos un libro, después de ladear un poco la cabeza para leer el lomo. Este silencio, agrietado débilmente por nuestros pasos al sentarnos o por el murmullo breve de una consulta, se llena de imágenes brillantes, de conversaciones escritas para el lector, de emociones intensas a partir de las primeras páginas, al inicio de este vuelo organizado por un autor.
En las bibliotecas descubrimos la lectura que no nos regalaban en Reyes o en el cumpleaños, títulos que fueron alimentando nuestro imaginario al continuar la estela iniciada con los tebeos, libros que nos esperaban en el colegio, en una sala enorme con permiso de visita aquellos sábados por la mañana, donde voluntariamente podíamos pasar tres horas sin la campana avisando del cambio de clase, sin la tarea, sin la presión de los exámenes. El tiempo empezó a caminar de otra forma, saltando por los días extraviando sus nombres hasta el sábado siguiente, hasta el otro.
Al terminar el curso teníamos dos listas al final del cuaderno, en una figuraban las vidas de los santos junto a los títulos de historia. La otra incluía las primeras novelas, los primeros pasos en la literatura, como el
Lazarillo de Tormes,
Juan Miseria,
Celia, la niña que entonces nos hizo reír,o aquella versión de
Don Quijote adaptada a la enseñanza primaria por la editorial
Susaeta, entre otros, una lista tal vez perdida pero siempre recordada, porque nos iba afianzando nuestro interés por la lectura, un interés afectivo, ingenuo y sorprendente, el momento donde comenzó nuestro bagaje literario. Entonces no lo sabíamos, ya que nuestra única preocupación era disfrutar de esos momentos a solas en un lugar existente dentro de los libros de un palacio, como habíamos leído, o en el colegio.
En las bibliotecas, por pequeñas que sean, vive la grandeza del conocimiento. Entramos cuando los pies apenas rozaban el suelo, cuando iniciamos el vuelo sin alas íntimo, personal e interminable al coger un nuevo título, al hacer una consulta o buscar información. Sus paredes guardantrozos de vida latentes, respirando el perfume irresistible de la lignina.