¡Claro que es agradable un rato de conversación con personas amables! Es algo tan agradable que, en no pocas ocasiones, llega a motivar el olvido de otras cosas. Es frecuente que, de buenas a primeras, alguien de los que forman parte del grupo se despida, diciendo que acaba de recordar que tenía que hacer tal o cual cosa.
Y es verdad que tenía algo por hacer, incluso de alguna importancia, pero el atractivo de la conversación también tiene su fuerza. ¿Quién se priva de dar una opinión sobre lo que se está tratando? ¡Hasta puede ser lo que solucione o aclare lo que se esté tratando!, se dice uno a sí mismo, una y otra vez.
Se suele hablar de todo y en cualquier parte. En los tendidos de las plazas de toros y en las de los pueblos pequeños y grandes, en las cervecerías y en las cafeterías, en las gradas de los campos de deportes, cualquiera que sea el que se practique en ese lugar concreto y hasta en la Bolsa y en las academias.
En cualquier lugar donde concurran algunas personas por libre decisión; tal vez para tomar el sol, mientras se pasea teniendo a la vista los barcos que se hacen a la mar u otros paisajes de tierra adentro, se hablará de lo que sea, de lo de siempre, de lo que sea actualidad y de lo que tanta falta hace en el mundo, paz entre todos.
También se hablará de todo en aquellos lugares a los que se convoca la asistencia de personas elegidas para entender de los asuntos de la sociedad. Lo hacen desde diversos puntos de vista y en muy contadas ocasiones llegan a ponerse de acuerdo.
A veces, incluso, suelen estar de acuerdo sobre algunas cuestiones, que son importantes, pero fuera del lugar oficial de la convocatoria; bien cuando pasean contemplando la Naturaleza o pescando en el lugar de siempre y con el amigo de siempre, en esos ratos en los que se saborea bien la libertad.
Ahí, en esos lugares de convocatoria para hablar, no suele darse la figura de alguien que se levante y diga adiós a los demás, con la mesura y buen tono que caracteriza a toda persona de buen carácter y respetuosa en el trato que se debe a cualquier otra. Se deben a las normas establecidas, las de hablar según un orden y un tiempo determinado para, al final, decidir a favor o en contra de una determinada propuesta.
Son unas normas aceptadas, pero mientras se habla el tiempo va pasando y no pocas veces van apareciendo nuevas cosas que hasta pueden llegar, en algún caso, a hacer inútiles todas las consideraciones hechas.
El otro día un grupo de personas se reunía, a hora temprana, cerca de la puerta de acceso al templo al que acudían, cada mañana, para asistir a la Santa Misa. Todos se extrañaron de que la puerta estuviera cerrada y había opiniones diversas, sensatas todas, pero la puerta seguía cerrada y el tiempo pasaba.
Alguno que otro miraba su reloj y pensaba que tendría que marcharse porque se le hacía tarde para otros asuntos. Alguno se acercó a una capilla cercana, pero ya había finalizado la Santa Misa. Los demás, mientras, hablaban de esas cosas de las que siempre se habla y dos señoras decidieron hacer algo y se ausentaron.
Poco después aparecieron con cara de satisfacción. Habían dado con la casa del Sacristán, que nadie sabía cual era, y lograron despertarle. El hombre, que es una persona excelente, se había quedado dormido.
Nunca había ocurrido algo así, pero esa fue la realidad y lo importante fue la decisión de aquellas dos señoras que decidieron hacer algo que pudiera solucionar la situación. Trabajaron por su cuenta, con libertad y sin promesas y acertaron.
Poco después el sacerdote inició la Santa Misa y todos tan contentos, al tiempo que se daba gracias a Dios por el buen trabajo de aquellas dos buenas señoras. Tuvieron interés en encontrar la solución, el por qué de algo que era anormal. Trabajaron, preguntando acá y allá, siguiendo una idea lógica e inteligente. ¿Qué más se puede pedir?
Pues por pedir que no quede. ¿No les parece que sería bueno que se hablara menos y se trabajara más? Nos encantaría ver a personas tan satisfechas de su labor como lo estaban, con toda razón, esas dos excelentes señoras.