POR una vez -y me da igual que sirva de precedente- comparto la idea defendida por Gaspar Llamazares de que ser de izquierdas no debe asimilarse a vestir con un mono azul y vivir bajo el único amparo de un puente.
La publicación de los bienes patrimoniales de los diputados nos devuelve a esa España negra que hizo de la envidia el centro de todo su ser.
El resentimiento que a menudo se ha erigido en motor espiritual del país, unido a la fuerte crisis económica que padece buena parte de la ciudadanía, convierten la publicación de cualquier dato en una granada de mano a la que sólo resta quitar la anilla.
El problema viene dado cuando los medios de comunicación olvidan su responsabilidad social y se limitan a ejercer de artificieros de la conciencia ciudadana, sobredimensionando la realidad en beneficio propio. Así, se han contrapuesto las cuentas de los diputados a la precaria situación de muchas economías domésticas, como si acaso los políticos debieran pasar también necesidad por el mero hecho de serlo.
Es lógico pensar que quienes llevan años -e incluso décadas- ocupando lugares destacados de la administración pública tengan saneadas sus cuentas. Lo contrario diría poco de su capacidad intelectual. Otra cosa distinta sería que esos bienes se hubieran amasado de manera irregular. Ahí sí que tendría mucho que decir esa investigación periodística que tanto escasea, unas veces por intereses propios de los empresarios y otras por la falta de medios de unas redacciones muy mermadas.
Me importa un bledo si fulano tiene un piso en la playa, si mengano guarda tres coches en su garaje o si zutano es titular de un fondo de inversión. La economía del país no va a levantarse a golpe de demagogia y envidia, porque si así fuera España sería ya la primera potencia del mundo.