Las mujeres han protagonizado siempre historias extraordinarias, como Juana de Arco, de quien el cineasta francés Robert Bresson decía que era una figura totalmente moderna por su actitud expeditiva, su independencia y su libertad; además de por sus ropas de hombre.
Si Juana hubiera vivido en el siglo XX habría sido otra Ulrike Meinhof. No hubiese estado al servicio de Dios y de Francia (dos entidades ilusorias), sino al servicio de una improbable revolución mundial.
Bresson rodó una película —que es una obra maestra— titulada
Procès de Jeanne d’Arc, con la que obtuvo, merecidamente, el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1962. Antes, entre 1927 y 1928, Carl T. Dreyer había realizado un film (
une autre chef d’oeuvre) con el título
La Pasión de Juana de Arco, donde Marie Falconetti desempeñaba el papel de la Doncella de Orleáns.
Juana brilla en la corte del Delfín (futuro Carlos VII,
el Bien Servido), es jefe militar de los grandes señores, fomenta el uso de la artillería, viste con elegancia, monta magníficos corceles, escucha las voces y conserva la virginidad, que es la eximia virtud en la que, según la leyenda, radicaba su fuerza arrolladora.
Castidad que era una sublimación freudiana, de origen divino, a la altura de una mujer heroica. ¿Una mujer? Monique Wittig, radical en su compromiso feminista, siempre defendió —con sólidos argumentos— que “las lesbianas no son mujeres” (
The Straight Mind and other essays, 1992).
El conde de Warwick ordena, durante el juicio, que Juana sea desvirgada. ¿Cómo es posible que Juana haya permanecido impoluta conviviendo permanentemente con la soldadesca? Es éste un elemento más que acentúa el paralelismo con el propio Jesucristo, un carácter épico que realza aún más la críptica emoción que Juana simboliza. Posiblemente una emoción inconfesable.
El abandono absoluto que la envuelve en la hoguera es el mismo del Hijo del Carpintero en los interrogatorios ante las autoridades. Esa noche monstruosa en la que el gallo cantó a destiempo.
Juana tenía plena confianza en que, al final, sería liberada, puesto que las voces se lo habían prometido. Al conocer la condena, se quedó atónita y, a continuación, lloró amargamente. Está claro que no esperaba ese funesto desenlace. Había sido engañada. ¿Era el Diablo el que le había estado hablando? ¿El Duende de Zaragoza? ¿Era la esquizofrenia? No olvidemos que
la Pucelle tuvo, así mismo, alucinaciones visuales, como la resplandeciente luz de neón en el jardín de la casa de su padre, la visión del arcángel San Miguel, Fantomas, etc.
Juana de Arco decía que las voces pertenecían a enviados de Dios, que no era Dios el que se comunicaba con ella directamente; lo que constituye un dato fundamental. Por ejemplo, dijo que había recibido mensajes de Santa Catalina de Alejandría y de Santa Margarita de Antioquía. Aquello era como Facebook, pero en plan sobrenatural y
sub specie aeternitatis. Es fácil entenderlo.
“Tengo la voluntad de creer”, había dicho la santa. Esta es no sólo su declaración más representativa, sino también la más enigmática, puesto que deja decididamente a Juana al borde del abismo metafísico, haciendo de su vida un misterio indescifrable. Una cosa es creer y otra, muy distinta, es querer creer.