Sé que hablar de diplomáticos teniendo como ministro de Asuntos Exteriores a Moratinos es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Pertenece a la escuela diplomática, y las malas lenguas dicen que se graduó con el último número de su promoción. Circunstancia absolutamente anecdótica –según parece– que no le ha impedido que, de manera reiterada y celebrada, los sucesivos gobiernos socialistas le nombraran para templar gaitas en el mundo árabe y, finalmente, nada menos que Zapatero –hombre de estado donde los haya– lo ungiera como ministro de Asuntos Exteriores para compensarle por los logros de paz obtenidos con su decisiva mediación entre palestinos e israelíes, siempre respaldada por la información, la astucia y la sagacidad propias de un político cuya visión de futuro no va más allá de sus narices. Pero, ahí lo tienen, de primer inquilino del Palacio de Santa Cruz, haciendo de la política exterior española un rompecabezas inextricable y ayudando a su jefe a orear por el mundo la mayor parida política que se ha producido desde el Big-Bang, esto es, la Alianza de Civilizaciones. Moratinos tiene pasaporte diplomático y, que se sepa, nunca lo ha blandido para eludir la acción de la justicia o aprovecharse de la inmunidad que ese documento le garantiza. Cosa que le honra.
El ministro de Exteriores marroquí M. Taïb Farsi-Fihri también debe tener en el bolsillo de su chilaba un salvoconducto que certifique su condición de pertenencia a la casta selecta de los que están cerca de Mohamed VI. El mismo papel sellado y timbrado puede empuñar el Cónsul general de Marruecos en Algeciras, M. Sellam Berrada o cualquiera de los cónsules que el país alauita tiene desperdigados por nuestro estado democrático: Almería, Barcelona, Bilbao, Las Palmas, Sevilla, Tarragona, Valencia o Burgos. Y ese documento está concebido no para atropellar la legislación del país donde se está destinado, sino para desempeñar mejor su misión diplomática en beneficio de los intereses o derechos del país al que representa. En el Derecho Internacional, una embajada está considerada como territorio propio del país al que representa, independientemente del punto geográfico donde esté ubicada sea éste estado, nación, país, federación, república o reino. Y los funcionarios que sirven esas embajadas o consulados, portan pasaporte o documentación diplomática, con la inmunidad que ello conlleva, para desarrollar sin trabas su trabajo representativo, y no pueden ser detenidos salvo en caso de flagrante delito. Pero lo que nunca se debe hacer es escudarse torticeramente en esa excepcionalidad legal para justificar cualquier tropelía.
Me acuerdo cuando Gadafi estaba en todo su esplendor terrorista y desde la embajada de Libia en Londres se asesinó a tiros a una mujer policía que acordonaba la sede diplomática de ese payaso con jaima. Y recuerdo que las autoridades británicas permitieron que varios diplomáticos haciendo uso de su inmunidad, incluido el presunto asesino de la bobby, salieran de la legación libia en coche y abandonaran el país rumbo a Trípoli, donde en vez de ser juzgado, seguramente sería condecorado con alguna chatarra dictatorial. El martes pasado, la Guardia Civil paró en la Nacional 340 a un vehículo a cuyo conductor aplicó la prueba de alcoholemia, dando positivo. Es decir, conducía borracho. Los agentes de la Benemérita institución tendrían que haberlo detenido por suponer su conducta un peligro manifiesto para el resto de conductores y pasajeros que se dirigían por esa misma vía en dirección a nuestra ciudad. Pero hete aquí que el beodo conductor, aunque sus neuronas estaban macerándose en abundantes grados Gay-Lussac, tuvo la desfachatez suficiente como para mostrar su pasaporte diplomático y evitar así ser detenido.
Desde ese momento, este súbdito marroquí se hizo indigno de portar una credencial que lo identificara como perteneciente a la diplomacia del Reino de Marruecos. Ya ha sido juzgado y condenado a privación de libertad –que no cumplirá por no tener antecedentes penales– y a una multa. Información que este diario ha tenido que pelear para informar a los ciudadanos, dado el lamentable hermetismo judicial que se ha mantenido sobre el caso. Otra prerrogativa absolutamente inmerecida.