Toreó 30 veces en el coso portuense y triunfó en plazas como Zaragoza o Burgos
Hay ocasiones en que los triunfos llegan tarde, como le sucedió a Luis Rojas Rojitas. Pero al llegar, hacen justicia a toda una carrera como lasuya, que se dio de bruces con la diosa fortuna y con el maldito parné, que diría un castizo. El 15 de enero del año que viene hará su paseíllo más importante. Su brillante y prometedora trayectoria como novillero allá por los años 60 no pudo cristalizar en unos tiempos donde los más humildes tenían muy difícil llegar a lo más alto.
Como si fuera un auténtico acto de desagravio, sus paisanos de la peña José Luis Galloso le brindarán un merecido homenaje durante la entrega de premios de la última temporada taurina. Allí compartirá cartel con figuras de la talla de José María Manazanares hijo. Será casi igual de emocionante que cuando formara terna con Sebastián Palomo Linares el 18 de julio de 1965 en su querida plaza de toros de El Puerto, donde toreó en 30 ocasiones, saliendo muchas de ellas a hombros por la Puerta Grande: la misma que también abrió en otros cosos de renombre como Burgos, Salamanca y Zaragoza. Pero el día en que el mundo taurino portuense le rinda tributo, Rojitas no se sentirá extraño en el centro de ese ruedo metafórico que será el museo de Galloso, pues, según sus propias palabras: “el que se siente torero, lo sigue siendo hasta que muera, con o sin el traje de luces”.
Lo mismo puede decirse a inversa. Rojitas ya era torero cua ndo su madre lo parió en el callejón Espelete, y así lo expresó desde que en el colegio del Hospitalito jugaba solo a torear mientras sus compañeros practicaban el fútbol. Imbuido por el ambiente taurino de la ciudad, soñaba con seguir la estela del también portuense Miguel del Pino, con quien fraguó una bonita amistad. Soñó con tener un Mercedes un cortijo y una ganadería, como los mejores espadas y, pese a que la mala suerte le alejó de los ruedos, el toreo le abrió las puertas a una exitosa vida laboral al frente de una empresa de construcción.
Los años transcurridos no han borrado en los aficionados el recuerdo de un novillero valiente y hábil con el capote y el estoque. Un torero orgulloso que sobre el albero descargaba la rabia de verse despreciado por tantos señoritos.