Ya se palpa en las calles de Cádiz la magia de los días más santos del año. Es un duende casi inexplicable que se distingue en la forma en la que el sol se pone, en cómo el azahar se hace notar entre los naranjos, en cómo crecen día a día las tribunas del palillero y en cómo aflora paulatinamente la rampa de la catedral, en espera de recibir las santas pisadas.
Y entre tanto preparativo, hay una magia que se reparte entre los barrios: En la Viña, Santa María, el Mentidero, San Severiano...
Es una sensación extraña, como si se transformara la ciudad entera. Chiquillos que durante todo el año han estado dándole a la pelota en medio de la plaza de Candelaria, ahora buscan cuatro trapos, una tabla y un santo de escayola y recrean la Semana Santa de los adultos pero desde el auténtico prisma de sus ojos pueriles. Una autentica recreación de la vida en miniatura. Escobas por horquillas, rosarios por caireles, el paño de la mesa de camilla del salón, como eternas bambalinas. ¿Quién de nosotros no improvisó alguna vez una procesión con cuatro palos de escoba?
Y es que marca tanto el sentimiento cofrade, que si tuviste la suerte de beberlo desde niño, hoy que ya eres adulto, sabrás que la Semana Santa para ti es más que una semana de fiesta, más que un ritual religioso, más que una tradición entre tantas... La Semana Santa es una forma de vida, la lección que no se enseña, la que se transmite de padres a hijos, la que se despierta sola en las intimidades del alma.
Les confieso que yo conocí a Bécquer porque antes había sentido cosas en la piel leyendo a Montero Galvache en sus versos dedicados al Nazareno. Me interesé por la política porque desde niño observé a Rafael Corbacho partirse la cara por las hermandades. Me sentí seducido por el arte de Miguel Ángel y Bernini, porque ya desde pequeño, mi abuelo me contaba cómo Láinez sacaba de un tronco de madera, el primitivo Cristo de la Oración en el Huerto. Todo aquello que tiene cabida en el mundo, cabía perfectamente en mi pequeño mundo de cofradías infinitas.
Aprendí a administrarme la calderilla que mis padres me daban, porque me fijaba en como Manuel Fernández Jaldón -siendo tesorero de la borriquita-, separaba en sobres el dinero de la banda, las flores, la cera y el estipendio. Supe lo que era el sacrificio, porque vi como se desenvolvían en sus hermandades gente como Manolo Montero, Eduardo Domenech o Manolo Garrido.
He contado cien millones de veces que yo decidí dedicarme a los medios de comunicación cuando desde muy niño distinguí el periodismo itinerante que hacían en plena calle el trío de la palabra, la risa y la elegancia: Manzorro, Pérez y Velasco.
Era salir a la calle durante los días grandes de Semana Santa para aprender cosas nuevas cada día. Y así aprendí que en un carrito de pirulís y chucherías, residía el comercio de la gente más humilde y currante de Cádiz. Que en la voz del saetero, además de oraciones, se escondía el arte y el flamenco de Camarón, el Beni o Aurelio Sellés. Y al escucharlos me percataba de lo que era emocionarse y que los vellos se te pusieran de punta.
Descubrí tantas cosas…, que a un año de cumplir los cuarenta, tengo la sensación de no haber descubierto ni la mitad de la grandeza que las cofradías encierran. Porque la Semana Santa es algo más que la fe, más que una imagen de madera, más que un palio de Ojeda y más una canastilla reluciente. La semana santa que yo heredé siempre fue la mejor opción que encontré para poner en práctica el jeroglífico de mi vida. Amén.