Hay ideologías recalcitrantes en la ficción cinematográfica que no pasan por tales, sino que se disfrazan de normalidad. Como el retratar mayoritariamente a un determinado sexo en detrimento del otro; a una determinada raza en detrimento de las otras; a una determinada opción sexual en detrimento de la otra; a una determinada especie dominando a las otras o a una determinada clase pudiente en detrimento de la desfavorecida. A quienes componen esta última, el cine suele mostrarles en las claves más marginales y melodramáticas. Pero esta película es la excepción.
115 minutos de metraje. La dirige, y la escribe junto a Chris Bergoch, Sean Baker -cosecha del 71, que ha declarado a Luis Martínez en una entrevista de El Mundo: “Mi cine es una respuesta a lo que no veo… en él hay una voluntad de enseñar lo que siempre permanece oculto”- la fotografía, en tonos pasteles y matizados en paradójico contraste con lo narrado, se debe a Alexis Zabé. Los temas musicales se integran perfectamente en el relato y no hay banda sonora, no cabe, propiamente dicha. El reparto, en estado de gracia, transmite naturalidad y credibilidad. Destacamos a Willem Dafoe, nominado al Oscar al Mejor Actor de Reparto, en un registro muy distinto al que acostumbra, y a la prodigiosa Brooklynn Prince.
La clase de gente mostrada en esta película no tiene la silenciosa dignidad de los desheredados de Kaurismäki, ni el compromiso político de la clase obrera tradicional, ni la marginación romántica o lírica de ciertos miserables. No. Son personas sin domicilio fijo, ni ayudas sociales, ni acceso a empleos dignos, porque carecen de educación y todas las oportunidades les están vetadas. Así que recalan en moteles cutres, trapichean como pueden, con suerte tienen un empleo esclavo y desde luego, hijos.
Esta historia sigue a una niña de seis años, hija de una madre soltera jovencísima que, junto a otras familias mayoritariamente compuestas por mujeres, malviven en esos espacios de Florida justo al lado de una de las encarnaciones del Sueño Americano, Disneyworld, un lugar que les resulta tan mítico como inaccesible.
Pero ella y sus amistades, que comparten tal destino, juegan y se evaden, crean sus propios códigos y reglas, hacen de cada día una fiesta entre descubrimientos y travesuras sin ignorar, aún no comprendiéndolo en su integridad, el círculo vicioso institucional que les oprime.
Juegan contra unas normas que las encadenan a un destino inamovible e ingrato. Juegan pese a todas sus carencias, pese al desorden de sus modus vivendi. Juegan contra las necesidades básicas elementales no satisfechas, sin dinero, sin tener asegurada la comida, ni siquiera el techo tan cutre que les cobija. Juegan, ríen, inventan y se revuelven contra un mundo y unos códigos adultos que no respetan y que no les respetan.
El realizador les muestra ante nuestros ojos, en estado puro. Sin concesiones, ni condescendencia, ni paternalismos. Sin juzgarles, sin culpa y con empatía. No manipula nuestros sentimientos, pese a ser muy emotiva. No ofende nuestra inteligencia, ni nuestra conciencia, con otra conclusión que la única posible.
La ilusión está ahí mismo, pero la pesadilla también… Un aldabonazo en nuestras existencias privilegiadas sin subrayados, trampas ni pretensiones. Una película valiosa y necesaria que nadie debería perderse.