Los peores, sin duda, a la hora de ejercer el poder son aquellos que han sido sus máximos detractores; los que hicieron de la crítica del poder en sí mismo una doctrina presuntamente (por no decir falsamente) liberadora.
De inmediato fue inventada una nueva forma de práctica del poder que, se afirma, surge directamente desde las bases sociales; mecanismo harto difícil de aplicar cuando se trata de colectivos multitudinarios.
La mentira tiene las patas muy cortas. Muchas de esas construcciones teóricas sobre el protagonismo ciudadano en las decisiones políticas, salvo excepciones, se desmoronan pronto, apenas sus defensores consiguen ubicarse como mandatarios oficiales y se dejan llevar por la embriaguez orgásmico-convulsiva del efecto poltrona. Entonces las cosas empiezan a verse con el color de cierta pasión masturbatoria y desde otra óptica más pragmática, más lujuriosamente utilitaria. El discurso se transforma de la noche a la mañana. Donde dije digo, digo Diego.
Los fustigadores sistemáticos de la clase política son los que menos tardan en fabricar un nuevo concepto de clase dirigente que, por arte de aquelarre, resulta ser de nuevo el viejo concepto, el de toda la vida; y así pasan a integrar la castiza jerarquía de los poderosos, pero sin reconocerlo ni a tiros.
Comienza otro proceso que constituye un arquetipo de la degeneración democrática: la lucha por el poder en el seno de las organizaciones políticas; divisiones, subdivisiones, descalificaciones, ataques, contraataques, destituciones y purgas; sectarismos dentro de la propia secta, la milagrosa multiplicación de los napoleones de vía estrecha. Y estos neo-autoritarios son los que antes proclamaban el desinterés, la humildad, la ausencia de personalismos, de arrogancia y de prepotencia, así como tener en cuenta siempre la voz de los administrados a la hora de la acción de gobierno. El producto de este lamentable desarrollo es un espectáculo en el que confluyen el circo, la comedia bufa, el sainete y los títeres de la cachiporra como marco idóneo para los perdonavidas que llegan desde la nada queriendo dar lecciones de democracia pura a todo cristo.
Condenan con ferocidad el apego al poder; pero cuando uno de estos iluminados comete una felonía -no un disculpable error involuntario o fallo de poca monta, cuidado-, ni se plantea la dimisión: los equivocados son, como de costumbre, los de enfrente,
los otros; como el infierno de Sartre, que eran, por definición, los otros. Si abandonan el despacho es a escobazos, nunca por su patológica voluntad (de poder, claro).
Cuando llegan como representantes a las instituciones: ayuntamientos, diputaciones provinciales, parlamentos autonómicos, parlamento nacional o europeo, estamos en las mismas: todo son gestos para la galería, sermones pseudo-utópicos de una obsolescencia superlativa, odios de mafia calabresa, resentimientos delirantes y exhibicionismos frenéticos que derivan (fatídica, melodramáticamente) en una flagrante demostración de cursilería.
Se impone el culto a la personalidad; la adoración sin límites al líder carismático: habitualmente un sujeto de bajo perfil aunque dotado de mucha labia, no poca gramática parda y con una carencia total de principios y escrúpulos.
Los populismos –porque al final de eso estamos hablando-, tanto de derechas como de izquierdas, constituyen una de las tumoraciones más malignas de la vida pública. Lean al respecto el artículo de Slavoj Žižek “Un gesto leninista hoy. Contra la tentación populista”, incluido en la obra conjunta a cargo de Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis y Slavoj Žižek:
Lenin reactivado. Hacia una política de la verdad, Akal, Madrid, 2010. El texto original, en inglés,
Lenin Reloaded. Towards a Politics of Truth, apareció en 2007; Duke University Press (Durham, North Carolina, USA).