No se preocupen, no pretendo hacer el típico artículo detestando la Navidad. Es cierto que hay muchas personas que, por diferentes motivos, le desagradan estas fiestas o simplemente no la viven igual. A su pesar, se ven envueltas y afectadas por el llamado ambiente navideño. Quizá porque estos tiempos tienen algo de víricos, plagados de estímulos al consumo, buenos deseos, algunos sinceros y muchos farisaicos, y ritos sociales como las comidas de empresa, las reuniones familiares, los regalos, etc. Los contornos de la Navidad, además, se han extendido más allá de las fechas tradicionales, de forma que en noviembre ya es Navidad en El Corte Inglés y las asociaciones de consumidores nos avisan que vayamos haciendo las compras de forma escalonada como si una hecatombe se aproximara.
Algo que pone de manifiesto la Navidad de manera cruda son los enormes contrastes socioeconómicos que existen. Nos sorprendemos de que los supermercados estén abarrotados, incluidos los domingos, o que las plazas hoteleras se llenen. Es, desde luego, una realidad, que contrasta con la otra parte de la población donde el evento extraordinario consiste en seguir subsistiendo.
Convertida desde hace tiempo en una celebración profana global más allá de su sentido originario cristiano, la representación de la Navidad traspasa fronteras proyectando una mirada etnocéntrica, buscándose erróneamente equivalentes en otras religiones como es el caso de la fiesta del cordero en la comunidad musulmana o Jánuka en la comunidad judía. Precisamente, el otro día, curioseando en internet sobre el asunto, me encontré con una guía escrita por un rabino dirigida a los padres judíos, alertándoles sobre el error que significa imitar la Navidad dentro de la estructura de Jánuka, o cómo contrarrestar el impacto de la Navidad en los hijos, poniendo de relieve las festividades judías. Lo cierto es que cuanto más vago, superficial y ambiguo es el contenido que se transmite de la Navidad, más fácilmente se cuela por todas las rendijas y fluye su influencia por todos los rincones del mundo. Parece ser el signo de los tiempos que vivimos, donde lo liviano, lo infantilizado, lo intrascendente, se eleva a categoría de universal.
Aborrezco, como tanta gente, el consumismo desatado, las comidas exageradas y los ritos vacíos que proliferan en estas fechas pero, en cualquier caso, también hay motivos sobrados para querer la Navidad, especialmente cuando se ve desde la mirada de los niños y somos capaces de tomar conciencia de las cosas que son importantes y de las que no.
Hay, como digo, ritos que inevitablemente se repiten todos los años. A uno de ellos le tengo especial apego: a ver el cuento de Navidad de Dickens. El famoso espíritu navideño retratado en la historia de la conversión del ávaro Scrooge ha perdurado durante décadas desde aquella Inglaterra del siglo XIX. Sigue transmitiéndonos una extraña mezcla de misticismo religioso y perturbada oscuridad.
La metáfora moderna de la Navidad no dista mucho de la de Dickens. Perdida la fe en los dogmas, perdida la militancia ciega en los ismos de todo tipo, descreídos de los cambios dictados desde arriba, nos queda el cambio desde dentro como el único verdaderamente auténtico, el gesto que sumados a otros muchos puede hacer cambiar al mundo. Feliz Navidad.