Acostumbro a frecuentar, últimamente menos de lo que quisiera, el dignísimo negocio que regenta mi co-compadre Luis Arriaza, también conocido como mítico Patillas en plaza Rivero, quien bajo el sugestivo y regresivo nombre de El Tabanco, urdió hace ya casi una docena de años un refugio de nobles gentes de esta tierra, quienes al socaire de unos generosos vinos, aderezados con alguna que otra singular vianda, consiguen establecerse como referente en la siempre difícil empresa de la hostelería de nuestra ciudad.
Y verán que empleo plural, porque no es un negocio exclusivamente de su dueño, aunque él sea al final el que se repase todos los días el cajón de las ganancias; sino que se ha convertido en sitio donde la gente ha encontrado un espacio de amigable conversación, reposada tertulia, y sobre todo lugar donde en torno a una copa de vino, ven pasar en definitiva la vida… Siempre tendrán ustedes la oportunidad de entablar conversación con gentes de buen nivel.
Sin que sirva de parangón, en el frontispicio del local hay un imaginario aserto colectivo inserto a golpe de calor humano en la viga frontal, al modo de la entrada del Infierno de Dante en su obra la Divina Comedia: “Lasciate ogni speranza, voi che'ntrate”, que no viene sino a representar una auténtica paradoja. La esperanza no se pierde, sino que allí se abandona o desparrama porque en aquel lugar uno siempre encuentra refugio para alma y corazón. Allí se han organizado improvisadas discusiones sobre lo divino y humano, lo consciente y lo inconsciente. Se ha reído y llorado. En doce años, algunos de los habituales ya han partido dejando allí su esencia, su sabor y su calor. Múltiples recuerdos gráficos así lo atestiguan, y hablan bien a las claras de un lugar con aromas y con sabor a gentes de bien por encima de lo meramente comercial.
Allí hasta los gorriones son queridos y admirados. A los pobres también les ha llegado su particular crisis. En todo este tiempo de recesión, de apreturas y de economías espartanas, los pobres passerotti se ven obligados a compartir con nosotros, casi hasta nuestros mismísimos pies las migajas que se caen en el interior del local. No lo había visto nunca antes hasta ayer, porque en tiempos de bonanza, la gente que suele abarrotar la terraza del negocio y de los demás negocios de la plaza Rafael Rivero, dispensa a los gorriones con creces el sustento imprescindible para sus diminutas vidas.
Pero ¡ay amigo! Hoy en día todo el mundo se aprieta el cinturón y estas aladas criaturas no iban a ser menos, pero con ello no hacen sino darnos una extraordinaria lección. No buscan más de lo que necesitan. Mientras tenían suficiente con lo que en la plaza encontraban ni siquiera se planteaban entrar en el local. Hoy en día, la necesidad les obliga a ser valientes, y audaces. Sin mirar atrás con lo que fueron o tuvieron… Y por eso, ya de antaño se decía “no estéis agobiados por la vida pensando qué comer o beber, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?”.
Ayer con esos gorriones, recordé la lección de un buen hombre que siempre me recordó a lo Mañara lo efímero de esta vida. Al fin y al cabo, el discurso de la verdad.