Cuando, afortunadamente, cada vez se le rinde más culto a la vida y menos a la muerte, cuando las incineraciones aumentan por día para evitar lo poco agradable que resultan los cementerios, cuando aquellas coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre van quedando para un pasado romántico y no para un presente en el que se apuesta preferentemente por la vida, cuando hemos superado aquellos años de largos lutos con prendas teñidas de negro, semanas y semanas enclaustradas en el recuerdo, cuando hasta las jaulas de los canarios se tapaban con telas oscuras para que no cantaran, cuando se temen más a los vivos que a los muertos, vienen los norteamericanos y nos meten por la cara, o más bien por horrorosos caretos, la horterada de la fiesta de Halloween, la de los muertos vivientes apoderándose de los cuerpos para resucitar.
El inicio del noviembre jerezano ha pasado de las novenas de Ánimas, como aquellas de la aristocrática y señera Cofradía del Dolor, con paños mortuorios ricamente bordados y terciopelos enlutados; de las lamparitas de aceite en la cocina, como las que encendía mi madre desde el día de los difuntos en recuerdo de sus familiares fallecidos; de iglesias llenas de fieles el día dos, con misas casi cada hora; con visitas al cementerio para cumplir con aquellos que se fueron y llenar sus lápidas de flores, al esperpento de Halloween. Costumbres que van quedando en el olvido y que las nuevas generaciones las consideran completamente obsoletas. A cambio, en vez de una novena, semanas buscando horripilantes disfraces que nada tienen que ver ni con nuestras costumbres ni con nuestras tradiciones; en vez de lamparitas de aceites, calabazas con boquetes que no sirven para nada, en vez de representaciones magistrales sobre los difuntos, como las que se exponen en nuestros templos, grupitos vestidos y pintados de mamarracho asustando por las calles. En vez de ir a visitar a los difuntos los difuntos nos visitan a nosotros para pedir cosas con la broma por delante. Cuando en nuestra cultura no hay nada más serio que la muerte viene la tradición yanqui y nos meten, a los muertos de Halloween, como un Carnaval gaditano pero a lo cutre, una auténtica chirigotada sin gracia alguna.
Cuentan que la historia de Halloween se remonta a hace más de 2.500 años, cuando el año celta terminaba al final del verano, precisamente el 31 de octubre. Y en ese día los espíritus salían de los cementerios y se apoderaba de los cuerpos. Para evitarlo, los poblados celtas decoraban sus casas con cosas desagradables para ahuyentar a los muertos. Esta costumbre, asumida principalmente por los Estados Unidos, tiene la misma tradición en nuestro país que las graduaciones con gorritos con borla y pergamino en mano, que las bodas en jardines con sillas forradas de blanco y sombrajo de telas del mismo color, las animadoras con cintas de colores en mano y los Papá Noel poniendo regalos en el árbol la noche de Nochebuena, es decir de anteayer por no decir de ayer, celebraciones que se nos han colado y que como no les pongamos freno nos vemos de aquí a unos años celebrando el día de acción de gracias y será fiesta nacional cada cuatro de julio, por el mero hecho de, en vez de valorar lo que tenemos, seguir potenciando lo de fuera.
El gobierno de la nación debe declarar a los muertos de Halloween, personas non grata y dejar a los americanos con sus muertos y a nosotros con los nuestros, bastante tenemos aquí ya con los telediarios, y con tener que pasar el trance doloroso de vivir la pérdida de uno de los nuestros, para que ahora vengan de fuera a implantarnos una fiesta tan desagradable como terrorífica, sin fundamento en nuestra creencias y sin gracia alguna. Borremos Halloween de nuestras celebraciones y de la de nuestros hijos, con sus novelería y sus muertos, y sigamos haciendo de Andalucía la gran fiesta de la vida, de la luz y del color, la historia nos lo agradecerá y las futuras generaciones también.