Compaginaba mis días entre la dura estrechez de los bancos de la placita que había a puertas de la estación de autobuses de Málaga, la búsqueda de un empleo y la recogida selectiva de colillas en los andenes. Muchos eran los pasajeros que se encendían un cigarro y apenas le daban dos caladas antes de lanzarlo al suelo para subirse al vehículo para emprender sus trayectos. La cercana barriada de El Bulto ni soñaba con ver erigido un Eroski. Si no me equivoco la Alcaldía de Málaga dejó atrás al PSOE para adentrarse en las fauces de Celia Villalobos, hacedora de rotondas floreadas que escondía un as bajo la manga de Urbanismo llamado Francisco de la Torre Prados. Esto es solo para ubicarnos en el tiempo.
De noche soñaba con entrar en la universidad, pasar unas últimas tardes con Teresa y dejar atrás mi marginalidad en una utópica metamorfosis para convertirme en periodista.
Gracias a un amigo de la familia, conseguí una entrevista para trabajar en el Pryca Alameda. No sé cómo pero me dieron un puesto como cajero aunque el primer día me pusieron a lavar carritos de la compra. Yo encantado.
Tras aprender cómo diantres funcionaba una caja de una gran superficie, me dieron un uniforme, camisa blanca, pantalón de tela gris y una especie de corbata elástica de nudo perenne. Un conjunto que no hacía juego con mi único calzado. Unas botas militares del ejército de tierra español, tres números más grandes, que le compré a un chaval a las puertas del Zoco Grande en Tánger.
Al principio, acudía al curro, ya sea turno de mañana o de tarde, cumplía y regresaba a la estación de autobuses. Pero había días en los que salía casi de noche y tenía que regresar a primera hora. Así que decidí dormir en los bancos anexos al hipermercado, junto al parking.
Meaba en los alrededores. Me iba al Goofy que había en la competencia, es decir, en el Continente Alameda. Comía sobras del bufé tras pedir permiso. Regresaba. Dormía y cuando me despertaba, me daba un paso en espera de que el Pryca abriese. Luego subía a los vestuarios para asearme un poco y colocarme el uniforme. Recuerdo que había un espejo en cuyo marco se podía leer: “Tu imagen no es tu imagen, es la imagen de Pryca”, alentando a los trabajadores a tener buena presencia. Yo lo intentaba, os lo juro, pero dormir a la intemperie no ayudaba mucho.
Había noches de ese agosto que me llegaban los sonidos de la feria, instalada no muy lejos de allí. Así que me desplazaba, buscaba un cartón de vino vacío, y dormía en el recinto aparentando ser un borracho más. La seguridad es lo primero.
Al cabo de dos semanas, mi jefa, Bienvenida, me dijo que el guarda de seguridad nocturno le había comentado que me veía dormir en la puerta. Le dije que era cierto, que estaba esperando el primer sueldo para conseguir una habitación. Divina ella, me habló de algo que se llamaba pedir un adelanto.
Una cajera, que vivía en Campanillas, se interesó por mi situación y quiso echarme una mano. Su novio, que resultó ser un cabrón del copón, tenía una prima que vivía en una especie de pensión no declarada en un callejón en Fuente Olletas, regentaba por una anciana, la señora Luisa, conocida como la gitana del oro. Una mujer que resultó ser todo un amor.
Al principio tenía que compartir habitación con la prima, pero había dos condiciones. La primera. El pago de la cama se lo daba a ella porque se suponía que yo estaba de paso. Y la segunda condición era que tenía que hacerme pasar por su primo ( y así engañar a la anciana), por lo que nadie podía enterarse que me llamaba Younes… “En mi familia no hay moros”, me dijo. Acepté, al menos al principio, el acuerdo.
Y esa es la razón por la que durante los nueve meses siguientes me llamé Toni.
(Continuará)