Volvieron por fin las oscuras golondrinas, los acrobáticos mirlos y los corales vencejos a surcar la atmósfera urbana. Hasta los gorriones se acercan a mi ventana en busca de una migaja de pan y un poco de agua. Los vespertinos trinos parecen libres de la opresión de los aplastantes graznidos de aquellas otras indeseables especies. Así es como deben sonar las tardes que preludian al solsticio de verano, con cielos de cristal de aguamarina y un mar teñido de esmeralda. Sin embargo, a fuerza de querer ser raro, en este año la anunciación estival ha venido de la mano de ese raro fenómeno que es el mammatus. Eran nubes rubicundas que, empañando el sol, vaticinaban la última tormenta de la primavera, prolífica de rayos y truenos, como si un encabritado Zeus quisiera dejar su particular sello del poder de la naturaleza.
Al Metro, como también lo fue antes del confinamiento, ha vuelto la juventud presta a sus exámenes de selectividad. El suburbano malagueño es fiel testigo de todas las metamorfosis que en tan pocos años se han producido en estos proyectos personales de futuro. Daba la impresión de que esta vez venían más cargados de una alegría de la recién dejada adolescencia. Tal vez más inmaduros, pero más preparados en una tecnología cambiante que abre un surco cada vez más profundo entre las distintas generaciones. Solo cabe esperar que en sus horizontes no se atisben nuevos mammatus, que haya un momento de respiro para una generación que aun siendo inconscientes cargan con las marcas que dos momentos críticos les han tatuado en su personalidad. Tiempos mejores para una juventud que se merece el respeto del esfuerzo de mantener y defender su alegría. Para ellos tenemos la obligación de configurar el mejor escenario, sin iras, sin odios, sin rencores ni miedos. Hay que bajar los decibelios de los graznidos de los que trepan y de los que reptan, de los intoxicadores y de los ambiciosos. Todo ello con el permiso de Zeus.