Aún permanecen imborrables en mi memoria aquellos años en los que encendía la televisión un sábado por la noche y disfrutaba de algún partido de liga
Los tiempos cambian y, con ellos, las personas. Hoy en día, el que no tiene el futuro siempre en el punto de mira con vistas a una vida mejor, no está en consonancia con la vertiginosa sociedad actual. Parece que el carpe diem ha pasado a ser cosa de románticos. El problema asoma cuando nuestras elevadas aspiraciones sobrepasan a nuestras posibilidades, y la realidad nos propina una bofetada en forma de nostalgia por aquellos tiempos pasados de los que tan solo conservamos un puñado de gratos recuerdos. Aún permanecen imborrables en mi memoria aquellos años en los que encendía la televisión un sábado por la noche y disfrutaba plácidamente de algún partido de liga: desde el clásico más esperado, hasta el encuentro con menos alicientes entre equipos de media tabla. Me daba lo mismo. No había mejor plan para el fin de semana. Pero la entrada en escena de pretensiones económicas terminó por abrir la enésima brecha entre clases, para hacer ver que el fútbol no es un medio de disfrute al alcance de todos, sino el mejor aliado del consumismo. Porque mientras unos han tenido que tirar de billetera, otros se han visto obligados a recurrir a medios cuya legalidad es discutible para seguir disfrutando de este deporte. Cada vez son más las voces que tratan de acallar a la piratería a base de garrotazos, pero pocos los que reposan para tratar de hacer un intento por analizar el trasfondo de la situación actual. La piratería es como ese niño rebelde que, tras muchos años conviviendo bajo severas restricciones, se libera de las cadenas que lo mantenían atado y comienza a actuar de manera desenfrenada. Un efecto contraproducente en toda regla. El fútbol lleva años tomando la forma de un bien de lujo, rompiendo con la esencia para el que fue creado en sus orígenes. Poco queda ya de ese deporte capaz de unir personas, culturas y naciones a través del ruedo del balón. De forma paralela, nosotros seguimos buscando una solución al creciente desinterés hacia el fútbol hasta debajo de las piedras, para seguir sin darnos cuenta de que la respuesta no está en la creación de una Superliga, ni en la organización de un mundial cada dos años. La respuesta está en el pasado. En aquellos años en los que el valor social constituía un principio inquebrantable, y la sonrisa del aficionado brillaba más que cualquier riqueza existente en este mundo. Sé que esos días nunca volverán, porque la nueva realidad parece demasiado asentada y, peor aún, asimilada. Consiste en arrojar billetes al caldero para alimentar la maquinaria de un sistema capitalista y excluyente, que carbura a una velocidad cada vez mayor. Bienvenidos al fútbol moderno.