Son muchos los que piensan y dicen en voz alta que el ex presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, fue el gran olvidado de la democracia tras el gran servicio prestado al país en la Transición. Muchos son y todos hablan con la razón por delante. Y así lo exclaman a boca llena apuntando con el dedo precisamente a quienes fueron sus principales detractores y ahora se desviven en elogios hacia el timonel del cambio de una dictadura a una monarquía constitucional en la que vivimos, al menos por ahora.
Pero no hay tal olvido en el sentido que pretenden atribuirlo algunos a políticos de su generación o de la actual. Es una cuestión de perspectiva histórica y la historia se escribe pasado el tiempo y puestas sobre la mesa todas las causas y efectos, pero no se puede juzgar la historia desde la lejanía, sino atendiendo a las circunstancias en las que esos hechos se produjeron. Todo lo demás es viciar lo acontecido y ofrecer una imagen que es realmente la que fue, pero que hay que entender como fue, no como sería ahora.
Adolfo Suárez fue acusado de traidor por los adeptos al régimen que esperaban seguir como estaban; pero también fue atacado por todos los partidos políticos del arco parlamentario desde el momento en que había elegido caminar por el camino de la democracia.
Una vez que comenzó el juego -y nadie le quita su condición de principal organizador de la partida- ni Felipe González, ni Alfonso Guerra, ni Santiago Carrillo, ni Manuel Fraga... absolutamente nadie tenía por qué verlo más que como un rival político. Ni siquiera el Rey le debía más que a los demás, que quiérase o no, se prestaron a jugar y a conjurar el miedo a otra guerra civil.
Porque el mérito de Suárez fue proponer evitar lo peor. Pero lo evitaron entre todos. Incluido el pueblo español que somos cada uno de nosotros. Con los olvidos voluntarios, la ignorancia forzada, el miedo a lo conocido y la osadía ante la incertidumbre.