La noche en la que me poseyó el demonio y lo fácil que lo vomité

Publicado: 08/06/2018
Autor

Younes Nachett

Younes Nachett es pobre de nacimiento y casi seguro también pobre a la hora de morir. Sin nacionalidad fija y sin firma oficial

Sin Diazepam

Adicto hasta al azafrán, palabrería sin anestesia, supero el 'mono' sin un mísero diazepam, aunque sueño con ansiolíticos

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El mundo debería regurgitar y vomitar esos demonios que tiñen de rojo la arena de sus desiertos y arranca infancias con balas de parqué bursátil
A dormir. Tánger, no recuerdo bien el año. Mi padre atrancó la puerta de entrada a la casa. Las luces se apagaron y la noche silbaba encantada de sobrevolar las callejuelas de la antigua Medina. El bullicio que de día habitaba entre las desgarbadas esquinas del Souk Barra y del Souk Dakjel, se transformó en esquivas y tenues sombras que le hacían el juego a la mala iluminación sostenida por un enjambre de cables al descubierto. Un antiguo aplauso colonial bramó, abandonado, en el derruido palco del Gran Teatro Cervantes. El espigón del puerto bostezaba y se estiraba como si quiera alcanzar la costa española.

Aquella noche, el demonio me visitó ante la malévola sonrisa y las pisadas de carnero de Aisha Kandisha. A un paso de quedarme dormido en mi cajón-cama, noté que una corriente de aire me atravesara el pecho… como un suspiro sin fin. Pensé: “Así es como te poseen los espíritus malignos”. Sus muertos, pues claro que sí, sin duda estaba poseído… abrí los ojos de par en par. La oscuridad era una masa opaca que todo lo envolvía. Me temblaba el corazón… no era un simple espíritu, era Satanás en persona el que se había adentrado en mi cuerpecito para devorar mi bondadosa alma. Empecé a notarlo dentro… se movía como una serpiente entre mis órganos vitales… me latían las sienes y comencé gritar: “¡Tengo el demonio dentro! ¡Mamá! ¡Tengo el demonio dentro!”.

Tengan ustedes en cuenta que mi mamá era la que se encargaba de casi todas las tareas de la casa, lo mismo sacaba tres platos distintos con un pollo, lo mismo practicaba un exorcismo. Mientras que mi papá, pues qué queréis que os diga, prefería tener al demonio dentro que despertarlo… era capaz de sacarme a Belcebú con un solo y certero tortazo.

Mi heroína. Mi madre acudió a mi desgarrada llamada de socorro. Encendió la luz, me preguntó qué me pasaba, le dije la verdad, es decir, que tenía el demonio dentro. Sin inmutarse, se fue a la cocina, calentó un poco de leche, le echó miel, me la trajo y me la bebí. Un poco más tranquilo, concilié el sueño… pero por la mañana, sabía que el demonio seguía dándome por saco, por lo que fui al váter, vomité, lo expulsé, se quedó un rato flotando, cogí un cubo de agua, se lo eché encima y desapareció para recorrer el sistema de alcantarillado de Tánger.

Las hojas del calendario comenzaron a caducar y caer, cada año más veloz que el anterior, sobre un suelo de olvidos y recuerdos. Tierra húmeda y fértil donde solo crece la memoria.

Inicié temprano mi deambular por la senda que une el pasado con mi presente. Amaneceres en los que me despertaba abrazado a cualquier Leviatán, atardeceres en los que compartía espejos con Lucifer. Ya no podía pedir auxilio a mi mamá. El diablo se acomodó entre mis entrañas y secaba su ropa en un tendedero construido con mis arterias.

Miro fijamente el sol. Cierro mis párpados. Pequeñas lucecitas parpadean en mitad de la ceguera. El mundo debería regurgitar y vomitar esos demonios que tiñen de rojo la arena de sus desiertos y arranca infancias con balas de parqué bursátil.  Demonios que sumergen esperanzas bajo el mar, demonios que sonríen en la oquedad de un estómago hambriento. Demonios que desvían el cauce de los ríos, alejándolos de un moribundo ejército de hombres y mujeres y niños sin saliva y sediento. Nos vendría bien un vaso de leche con miel o un antológico tortazo.

Hablo de ese diablo que todos llevamos a cuesta y que, alejados de la infancia, tanto nos cuesta vomitar. 

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