Durante el almuerzo, muerdo, mastico y crack, un trozo de muela menos… mi boca se deshace. Sus muertos. Mi dentadura cada vez se parece más a un viaje para conocer la antigua Grecia. Años y años de dejadez, una higiene bucal deficiente y un pánico atroz al dentista son los culpables. Sí, entre mis muchos miedos, está el miedo a acudir al dentista. Con los dedos de una mano podría contar las veces que les he hecho una visita.
De noche. Me peleo con la almohada, me revuelvo. Me duele, me duele mucho. Ya he pasado por ello. Pinchazo en el centro de salud, antibióticos y un juramento que nunca cumplo. Debo ir al templo donde viven los odontólogos. Mi lengua, inconscientemente, busca la melladura, serpentea entre la nueva grieta, una y otra vez hasta que se irrita. Se acabó, mañana voy.
La cita es a las seis y cuarto de la tarde. Lydia me espera. Nervios, muchos nervios. Me ducho no sé bien por qué. La última vez que estuve en una sala de espera de un dentista huí. Mi mujer lo sabe por eso insiste en que me acompañe mi hijo de cinco años. Al salir de casa es como si llevara incorporada en mis ojos una lente de ojos de pez. Estoy como mareado. Camino y todas las calles se estrechan en el horizonte. Todas conducen a la clínica. Subo Agustín Varo y enfilo la calle San Paulino. Allí, a lo lejos, creo escuchar los gritos y sollozos y un estridente rechinar de cadenas. Mi pequeño me anima: “No pasa nada, papá… a mí, como me porto bien y no me da miedo, me dan dos regalos”. Calla niño, calla, pienso mientras le acaricio su cabello.
Subo una rampa y ahí está la puerta. Llamo y abre Lydia. Lo primero que pienso es que todo está muy limpio y hay mucha luz. Creo que es un truco. Primero tranquilizamos al animal y luego lo degollamos. Me lo conozco. Me sonríe. Le pide a una compañera que me acompañe a la silla de tortura mientras ella se cambia. Lo sabía, llevaba un traje demasiado bonito. Todo era un truco. Mi niño nota que entro en pánico y me abraza. Me dan ganas de tortearle pero es que tiene un corazón enorme. Quiero que se vaya, que no me escuche gritar y llorar y patalear. Tengo cuarenta y dos años y no es justo que sepa tan pronto que su padre no es un superhéroe. Soy un cobarde, sí, a mucha honra, pero de los que se tiran a las viudas que dejan los valientes al morir.
Sentado. Ya estoy sentado. Lydia se ha puesto una bata para que no le salpique la sangre. “Abre grande”, me dice. Y abro la boca a tope. Tras enumerar a su ayudante los problemas que observa, la 22 a tomar por culo, la 21 quizás la salve, me introduce algo y casi me da un espasmo. No era nada, solo una placa para hacer una radiografía, pero joder qué miedo. Esto ha cambiado mucho. Hay ordenadores con pantallas donde aparecen mis dientes, usan guantes, mascarillas y un sinfín de aparatos para practicar el medievo en mi boca que ya no lo aparentan. Quieren engañarme, lo sé.
La última vez que fui a un dentista el cabrón fumaba, no usaba bata, las paredes tenían más humedad que el pañal de un bebé. Sus uñas eran tan negras que se confundían con mis caries… ahora todo ha cambiado, o eso, o ahora tengo algo más de dinero.
Volvamos al presente. Lydia me explica qué me va a hacer. No la escucho. Quiero irme. Solo quiero irme. Empujarla, abrir la puerta, correr y luego llamar a mi mujer para que recoja a un, imagino, decepcionado hijo. Pero no, esta vez no.
Me coloca un plástico verde en la apertura de la boca… supongo que es para que no me ahogue entre fluidos y trozos de carne que se desprendan durante la intervención. Parezco Hannibal Lecter. El plástico tiene un agujero y por ahí saca mi destrozada muela. Qué cuco. Me inyecta un chute de anestesia. Me dice que levante la mano izquierda si siento dolor. La levanto del tirón. La boca no me duele, me duele el alma, me tiembla el ojete. Su ayudante me da una pelota de gomaespuma para que la apriete. La acepto y la estrujo con fuerza. Comienza el baile de sonidos… escarba, remueve, aprieta, lima y escarba de nuevo. Llega al nervio, noto algo y levanto la mano, la pierna y el culo. Me quiero ir, pero Lydia me convence de lo contrario. Me enchufa más anestesia… ya ni siento los testículos.
De vez en cuando el aparato de succionar líquidos hace el vacío con el plástico que tapa mi boca. El ruido es tremendo y salto, y me remuevo. Lydia y su ayudante sonríen como esa sonrisa muy parecida a la de vergüenza ajena… Me dicen que es ¿un elefante?. Abochornado, recupero la compostura y les digo que soy poeta, soy un poeta, para que no confundan cobardía con sensibilidad extrema, pero no puedo vocalizar y babeo: “oi oeta, oi un oeta” es lo único que logro pronunciar. Se ríen. No me queda dignidad.
En un momento dado, cuando de mi boca desprende un putrefacto olor a quemado (¿qué demonios pasa ahí dentro?), Lydia me recuerda que le debo a ella, a su marido Trajano, a Aragón y a Mari, una comida en casa. Es lista, pienso, es imposible decirle que no cuando estoy a su merced. Me mira y en sus ojos veo que quiere decirme: si tienes lo que hay que tener niégate. Disimuladamente me enseña, amenazante, un pequeño taladro. Asiento con la cabeza… como diciéndole como quieras, incluso os llevo al Campero, pero no me mates, por favor, no me hagas sufrir. Ella me entiende, esboza una media sonrisa y prosigue escarbando en la caries. Lloro por dentro.
Hora y media después, bajo el brazo izquierdo, le devuelvo la pelota y salgo por la puerta. Tengo que volver unas cuantas veces más. De hecho me dijo que si quería podría ir al día siguiente para extraerme una muela ya que venía una cirujana de Sevilla. Le dije que no, que muchas, muchas gracias, pero necesitaba tiempo para asumir lo que me había pasado.
En la calle, con la brisa del anochecer soplándome en el cogote y entre sordos sollozos, supe que no me porté demasiado bien. Lydia no me dio ningún regalo, ni siquiera una piruleta, aunque ahora me siento mejor. Vamos que me veo capaz de enfrentarme a otros retos, por ejemplo, comer brócoli. Es broma. Me da miedo, me da mucho miedo el puto brócoli.
PD. Esa noche soñé con Lydia. En el sueño ella media seis metros y yo apenas unos centímetros. Llevaba un enorme mazo y me decía: “Abre grande”. Obedecía. Me golpeaba y mis dientes salían disparados mientras yo gritaba envuelto en babas y sangre: ¡Oi oeta, oi un oeta… no un oarde!.