La luna en cuarto creciente apenas visible en el cielo. Comienza el ayuno desde el alba, el Fajr, hasta la puesta de sol, el Maghrib. Un adolescente dibuja sueños en las noches previas a su partida. De las cocinas emana el espeso aroma a ‘harira’ y en las calles de Tánger proliferan los puestos de chebbakia.
Llega la noche del martes y en la costa la brisa marina acentúa el temblor de sus piernas (o serán las mías). El joven envuelve sus escasos enseres en una bolsa de plástico envuelta en cinta aislante marrón. La desgastada embarcación neumática partirá en apenas una hora hacia España. Las aguas del Estrecho permanecen en calma, ocultando su furia asesina bajo el oscuro manto de la noche. A lo lejos, visibles de costa a costa, se divisan las luces que cobijan los párpados del mañana.
Aquí reina Alá, allí adoran a Cristo pero las corrientes no rezan más que al dios del olvido y las mareas. Sin luna la oscuridad impone su funesto respeto que se proyecta hacia la tierra desde el etéreo firmamento. La primera singladura de su vida le provoca un miedo paralizante, pero mirar atrás no ayuda a la forja del futuro que anhela. O quizás que anhelo.
Un total de 26 personas se suben a bordo de la patera. Una pequeña trifulca para sentarse lejos de la popa. Nadie quiere sufrir las quemaduras que provoca la gasolina envuelta en salpicaduras de agua salada. Algunas risas, algunas charlas y luego silencio roto por el ruido del motor y el golpeo de las espuma.
La costa de Conil se abre ante ellos, pero una embarcación de la Guardia Civil quiebra el horizonte. En la playa de Castilnovo se divisan linternas. Salvamento Marítimo también está avisado. Los mayores saben que serán deportados. Él tendrá su oportunidad. No haber cumplido los 18 le convierten en un menor por la gracia de la legislación. No está seguro, pero cuenta con ello.
La tierra está cerca. En minutos podrá pisar la orilla. La mar se embravece con las olas que vienen a romper en la playa. La embarcación vuelca. El caos se desata. La humedad se adueña de las ropas. El cuerpo pesa demasiado. No sé nadar. Brazos que se agitan. Alguien me golpea. Mis uñas no lograr agarrarse a nada. Araño la superficie del mar con terrible y patética impotencia. Mis pies tocan fondo. Me estoy quedando solo. No consigo respirar. Saco la cabeza, trago agua. Una mujer flota a mi lado. La agarro la mano. Siento pánico, terror, está muerta y una ola la aleja de mí. Ella va hacia la orilla. La resaca me aleja. Regreso mar adentro. No hay grito que rompa este silencio. El océano ahoga mis socorros. La boca es agua. Mi tráquea es agua. Mi estómago es agua. Mis ojos son agua… poco a poco, lentamente, soy sal… soy todo agua.
La legislación no me ayudó. Creo que estoy muerto. Tanta paz y sosiego y ese no poder respirar son la prueba. Algunos peces quieren ser yo. No tengo labios. He perdido un zapato. Han pasado más de 24 horas. He recorrido siete kilómetros sin alejarme demasiado. Qué más da que tragara agua en Ramadán. La mar me conduce mansamente de nuevo a otra orilla. Las olas empujan mi cuerpo inerte y toco tierra como una ballena varada. Trato de reconocerme en mi propia muerte pero siento que solo soy una puta estadística. Que me perdonen mis padres. Las lágrimas de mamá hierven. Es de día y es jueves.
Unos bañistas pasan a mi lado. Siento que se ofenden de mi avanzado estado de descomposición. Tres agentes custodian mi cuerpo. Me cubren y eso es decencia. Ojalá pudiera darles las gracias. Una jueza dictamina el levantamiento de mi cadáver. Siento que me están grabando, que me están sacando fotos. Es hora de irme. Seré portada en algunos periódicos y luego nada. Soy eterno ayuno. Soy sangre coagulada. Soy salitre. Soy la prueba hinchada y putrefacta de que para el huérfano de monedas no hay dios alguno. Soy vuestra pena que no volverá a ver ni la luna nueva, ni la luna llena. Porque yo soy, por más que muchos no lo entiendan, como cualquiera de ustedes y más ahora que solo soy pura muerte. Su pasado, tan desgraciadamente reciente, es el mi maldito presente.