Ahora, tal y como comenté la pasada semana, que ya somos médicos, estadistas, científicos, virólogos y expertos en pandemias. Ahora que cada día nos someten con cifras que reflejan el número de fallecidos por coronavirus. Ahora que demostramos nuestra decencia apedreando autobuses de ancianos. Ahora que nuestros adinerados huyen y el resto lo pensamos pero no podemos porque, si no llegamos a fin de mes, dónde carajo vamos a ir. Ahora que nos mostramos solidarios en la terraza aplaudiendo a nuestros médicos, esos a los que hasta hace nada agredíamos en Urgencias, esos a los que con nuestros votos arrinconamos dejándolos sin medios. Ahora que la hipocresía reina. Ahora que somos tan listos que aunque muchos no sepamos qué hacer con nuestra mierda de vida, nos envalentonamos en las redes dando soluciones para acabar con toda una pandemia de un virus hasta hace poco desconocido. Ahora que nos metemos en Google para citar a la Organización Mundial de la Salud y así reafirmar nuestros axiomas en Twitter. Ahora que mostramos lo asquerosos que somos alegrándonos sin pudor al ver que en Estados Unidos tampoco han logrado contener las infecciones. Ahora que los hay que sonríen si se contagia pepito de Vox o Juanita de Podemos, según la mierda que roe su cabeza. Ahora me siento fuerte y poderoso para escupir sobre este folio en blanco algunas de mis verdades que me hierven por dentro.
El cielo es azul, a veces. El agua cristalina, a veces. ¿Te gusta la Organización Mundial de la Salud? Pues toma del frasco, carrasco:
8.500 niños mueren cada día de desnutrición en el mundo. Según, la OMS. Dicen desnutrición, pero es hambre. ¿Has pasado hambre, querido lector, querida lectora? Noooooooo. Has tenido apetito, quizás has estado varias horas sin comer, pero no has pasado hambre. ¿Se te ha muerto un hijo de hambre? Nooooooo. Ni nos imaginamos el dolor, la impotencia, el desgarro entre lo que nos quede a medio camino entre las pupilas y el alma, que provoca contemplar la llegada del último estertor que sega la vida y apaga el futuro de tu hijo. Un poquito más de esa demagogia barata que tanto me gusta:
380.000 muertos en Siria. Entre ellos, 22.000 niños y 13.000 mujeres. Más quiero más: En enero de 2020, cada día 10 mujeres fueron asesinadas en México. Malaria, 800.000
muertes al año. Según la OMS, la Malaria es prevenible y curable, pero qué pena, de veras, qué pena ser pobre en este mundo. Porque si eres pobre, ni puedes prevenir, ni mucho menos curarte. No sé cuándo le dimos todo el poder al dinero, pero infame momento fue. Y qué nos importan estos dramas que parecen lejanos geográficamente. Pues vale, 6.787 muertos en el Estrecho de Gibraltar desde que decidimos mirar por encima del hombro a África, encerrarnos como se encierra el viejo avaro en su mansión, esperando en soledad a Tánatos rodeado de abalorios cubiertos de polvo.
Y esos últimos y cercanos muertos que acabo de mencionar huían de las guerras, de las dictaduras, del hambre, de la miseria... de la pobreza al fin y al cabo. Y les da igual si los apedreamos, como hemos apedreado un autobús en los que viajan los ancianos que nos dieron la vida, que construyeron con esas mismas piedras que se les lanza el país sobre el que nuestros pies descansan. Y les da igual porque a mí me dará igual, cuando tenga que huir, si alguna vez debo salir de aquí para salvar la vida de mis hijos, para que a éstos no les quite la vida y su futuro una guerra, el hambre, la malaria o el virus que os dé la gana, para que no los mate la pobreza, que me tiren piedras, que pongan concertinas hasta en las nubes, que los hombres de las montañas a las que querré llegar me insulten, me odien, me tosan en la jeta o me escupan. Me da igual porque ya sé que incluso entre ellos, entre nosotros, nos escupimos y nos tiramos piedras por más que nos aplaudamos desde los balcones y ventanas a las ocho de la puñetera noche.
En ese autobús, el que veís en la foto que ilustra este artículo, iban los ancianos trasladados desde Alcalá del Valle hasta la Línea, donde unos energúmenos los recibieron a pedradas. Aplaudamos todo lo que queramos, hasta que nos sangren las palmas de las manos, pero jamás dejaremos de ser lo que somos.