Amanece y la oscuridad se desvanece húmeda por la escarcha de la madrugada. Las pesadillas abandonan los sueños para anclarse en la vida diaria. Bostezo, orino y me cepillo los dientes. No me cepillo el pelo porque no tengo. Añoro peinarme como añoro verme mi pene sin tener que inclinar el cuello hacia delante para que mis ojos, inundados de legañas se asomen por encima de mi grasa abdominal. Asco de vejez que me pilla desprevenido. Me visto y salgo a comprar el pan, cien gramos de chorizo pamplonica y medio de heroína. Era, hasta ese momento, una mañana cualquiera, monótona pero sin lluvia tras los cristales.
Con la bolsa de pan y chorizo bajo el brazo, y la heroína dentro de él, regreso a mi casa. Inserto la llave en la cerradura pero no entra. Pruebo una y otra vez y nada. No hay manera. Qué raro y aún más raro fue mirar hacia una de las ventanas y percibir un rostro que, con agilidad felina, se escondía en lo que es mi dormitorio. Sumido en un ataque de pánico le grité: ¡Te he visto!, a lo que me respondió: “Vale, te he ocupado la casa”. ¡Joder! Mal día, mal día…
Pensé en ir a la policía, pero he visto por redes sociales que no sirve de nada porque como no gobierna Vox, los delincuentes campan a sus anchas y las leyes que se decretan están a su favor. Mal día, joder, mal día.
Me senté bajo el umbral de lo que un día no muy lejano, vamos ayer, fue la puerta de mi casa. Soy así de conformista, así que a los diez minutos me resigné. Al menos tenía pan y chorizo. Me hice un bocata y al tercer mordisco la familia que había ocupado mi casa abrió la puerta. Os juró que no sé cómo fue la conversación pero alcanzamos un acuerdo. Ellos se quedaban de ocupa, se encargaban de enganchar ilegalmente la luz a una farola cercana, yo los denunciaba, las autoridades no harían nada y como la ley les ampara, no pagarían la hipoteca, ni yo tampoco. A cambio me dejaban vivir con ellos y todos contentos. Buen día, joder, buen día.
Las horas fueron pasando dejando ese magnánimo rastro de vida vivida en nuestros rostros. Me contaron que eran inmigrantes ilegales. Así que antes de que me robasen el trabajo, se lo di. Llamé a mi jefe y le encantó la idea porque le bonificaban parte del pago a la Seguridad Social y encima se libraba de mí sin tener que pagarme el finiquito. Me contaron que además recibían ayudas, algo que me pareció contradictorio, pero bueno, quién soy yo para ponerlo en duda. De hecho también lo he leído en redes sociales: vienen en patera y no solo nos roban el trabajo, sino que al mismo tiempo (aunque parezca increíble) se quedan con las ayudas para hacer el vago y delinquir. Hicimos cálculos y merecía la pena porque garantizaba tener la nevera llena. Para no pecar de ingenuo hablé de las violaciones, me miraron de arriba abajo, hicieron el ademán de vomitar, y me aseguraron que ni con un palo me tocaban. Saqué el tema sobre si su intención era invadirnos o atacarnos, pero fueron sinceros, para nada querían acabar con el país en el que podían ocupar, trabajar y arramblar con las ayudas públicas. Eran inmigrantes, no gilipollas.
Todo iba como la seda, cada vez me sentía más cómodo, porque encima vendían drogas como buenos inmigrantes ilegales que eran. Todo iba bien hasta que hablamos de política. No sé cómo, pero a eso de las seis de la tarde, el cabeza de familia, ya con un tono algo aburguesado, soltó que como ya tenían los papeles en regla gracias al gobierno bolivariano comunista, como ya recibían ayudas, como ya tenían casa y como ya tenían mi trabajo, pues su intención era votar a Vox, el único partido que defendería sus privilegios ante la actitud del coletas y su panda de amigos, propensos a dejar entrar, en este nuestro gran país, a cualquiera… y entonces, mal día, joder, mal día.
Les dije que me iba a dar una vuelta. Necesitaba reflexionar. Bajé a la playa de El Carmen, me quité los zapatos y anduve por la orilla. La fuerza del mar se adentró en mi cuerpo a través de mis talones desnudos.
Me oculté en la esquina más cercana a la que era mi casa y, agazapado, esperé con paciencia oriental. Por fin, sobre las nueve, la familia al completo salió a, según leí en whatsapp, robar y reírse de las leyes cada vez que viesen su reflejo en un escaparate. Aproveché mi momento y de un saltó me colé en su casa, cambié la cerradura y la ocupé. Y es que todo tiene un límite, vale que se cuelen en mi casa una mañana cualquiera, vale que me roben el trabajo, vale que se queden con las putas ayudas, vale que se rían de las leyes ante los escaparates, vale que no quieran mantener sexo conmigo, vale que vendan droga, pero votar a Vox, por ahí sí que no paso. Así que ahora que me denuncien porque tengo al gobierno de mi parte. Buen día, joder, buen día.
PD: Como soy buena persona les devolví sus pertenencias, incluida la hipoteca. Bueno, todas sus cosas menos las drogas y a uno de los muchos hijos que tienen (para ser mayoría en los comicios de 2050 o para formar ejércitos, no sé) pero que se olvidaron en el armario, arropadito bajo un manto de formularios sin rellenar para acceder al Ingreso Mínimo Vital. Y es que, además del inmigrante que siempre fui, ahora el okupa soy yo, pero con ‘K’ de casa.