Se acostaban tarde, porque tenían que echarle un agua a las ropas recién quitadas y plancharlas para que al amanecer estuviesen en perfecto estado de revista, y se levantaban temprano porque el pan había que comprarlo para tenerlo listo para el desayuno de los padres y los hij@s. Desayunaban más tarde una vez que todos se hubiesen ido. Lo hacían tranquilas y con algún momento para desearles buen día a las vecinas y, sin embargo, amigas porque había que darle tiempo al tiempo para mirar el monedero y repasar si había pesetas suficientes para coger el bolso y marchar a la plaza a comprar algún pescado.
Sus días eran calcados. O no, porque a veces el paseo hacia el Mercado de Abastos se hacía algo más largo de lo habitual por aquello de no encontrarse de cara con el ditero, que iba los miércoles para cobrar lo apalabrado cuando le habían comprado un par de pantalones y dos jerseys para los niños porque estaban solamente con lo puesto. El ditero asumía que lo habían regateado pero se dejaba regatear porque conocía la buena voluntad de la ama de casa y era consciente que una semana más tarde iba a cobrar.
Tras llegar del mercado y colocar las viandas para la comida tocaba sentar las rodillas en tierra y, josifa en mano, limpiar las dos habitaciones para dejarlas que te pudieses mirar en el suelo. Luego tocaba hacer la comida, bien en las cocinas comunitarias o bien particulares siempre con carbón, para que no hubiese retraso con la llegada de los niños del colegio y luego del marido del trabajo. Incluso quedaban minutos para decirle a uno de los zagales que fuese a comprar el vino al almacén de la esquina, con el aviso de que le dijese al tendero que lo apuntase en la cuenta que ya el sábado iría a pagar.La mañana estaba vencida, hijos e hijas retornaban al colegio, porque era jornada partida, y el marido o bien se acostaba a dormir la siesta o volvía al tajo mientras ellas se acercaban a coger la silla de enea para sentarse en el patio de la casa de vecinos para sentarse con las demás compañeras de fatigas para escuchar las primeras novelas de Sautier Casaseca y esperar el nuevo regreso de los colegiales para darles de merendar el tarugo de pan, bien con aceite o con chocolate, y comenzar a preparar la cena, que había que hacerlo temprano por aquello del agüta reconfortante a la ropa porque no había para cambiar.
Eran las mujeres de los 40, 50 o 60, aquellas grandes guerreras que supieron educar a una generación que comenzó a cambiar una sociedad que ahora, afortunadamente, no conoce distinciones de sexo, aunque la lucha no ha terminado.