Tras la gran debacle que supuso para el Ejército el enfrentamiento con las tropas estadounidenses, se creyó por parte del Ejecutivo hispano que las pretensiones norteamericanas iban mas allá de los territorios de ultramar, y que su afán imperialista bien podía poner sus ojos en territorios mas cercanos a la Península, como el Archipiélago canario o incluso la propia Bahía de Algeciras, a través esta última de una ampliación territorial del termino de Gibraltar.
Esto hizo que el Ministerio de la Guerra, comenzase a realizar una serie de obras en el arco de la Bahía (principalmente en el municipio de Algeciras), con objeto de construir una línea defensiva a través de una serie de baterías de costas, que en un momento dado, pudieran hacer frente a las posibles pretensiones estratégicas estadounidenses y británicas.
Un testigo de excepción de aquellos momentos de incertidumbre en la comarca fue Emilio Santacana, quien en su obra sobre la historia de Algeciras se expresa sobre el particular del modo siguiente: “Temíase que ésta bahía fuese objeto de alguna agresión por parte suya. Ante ese temor, hiciéronse precipitadas obras provisionales de defensa en estos contornos, que costaron gruesas sumas y que luego se abandonaron cuando la Paz de París puso término a la desigual contienda”.
Si bien estas obras no pasaron de ser “urgentes proyectos”, aún hoy, en nuestro término municipal, queda un recuerdo de aquel acelerado intento de defender la comarca de una posible ocupación o intervención extranjera. Se trata de la carretera llamada popularmente como “de los yanquis”, y que con su construcción pasó a comunicar el camino real hacia Tarifa, hoy carretera N-340, con la senda conocida popularmente como camino al faro, anteriormente camino de Punta Carnero, o también de Getares. Empezó a utilizarse la nueva denominación desde que en 1874 se instaló el faro, que aún está en funcionamiento, en tan importante enclave geográfico.
En definitiva, el camino de los yanquis o la carretera de los yanquis tenía por objeto facilitar el rápido transporte de material y tropa a las instalaciones proyectadas. Para ello, se construyó la citada vía sobre una antigua senda que, ubicada en el llamado cortijo del Novillero, comunicaba aquella zona situada al sur de la ciudad con un cruce de caminos compuesto por las vías que conducían tanto al centro de Algeciras, como a la ciudad de Tarifa, así como a la propiedad de la familia Larios (en la llamada zona del Cobre), y a la conocida dehesa de Ceuta (hoy zona del Saladillo y Soto Rebolo).
Aquel cruce había comenzado a poblarse desde el siglo XVIII por los conductores del ganado, que trasladado hasta Algeciras, y una vez concentrado en la reseñada dehesa de Ceuta, era embarcado hacia la ciudad norteafricana, recibiendo aquel asentamiento la denominación popular de Los Pastores.
Afortunadamente, la actividad diplomática española pudo paralizar la posible pretensión anglo-estadounidense sobre el territorio de la comarca. Sin duda, la generosa cesión territorial, a la que se vio obligado nuestro país con la firma de la Paz de París, y que puso fin al enfrentamiento bélico entre España y Estados Unidos, sació con creces las ambiciones imperialistas.
Rebeldes cubanos
Pero existe otro aspecto de la implicación de ésta zona en el conflicto del 98 menos conocido, como es la presencia en el área del Estrecho, y más concretamente en la ciudad de Algeciras, de rebeldes cubanos.
El 20 de enero de 1900, el ciudadano estadounidense de origen cubano Ricardo Menocal Averoff, vecino de Ceuta, se traslada hasta la ciudad de Algeciras, a requerimiento del Consulado norteamericano, domiciliado en la calle Cuesta de Sandunga (hoy, Prince Edward Road) de Gibraltar, con objeto de realizar una declaración sobre el trato recibido durante el tiempo de estancia en el penal de la ciudad norteafricana.
El citado ciudadano se localiza en Ceuta desde 1882, año en el que fue condenado a “catorce años, ocho meses y un día de cadena temporal” por la Audiencia de La Habana, decidiendo la autoridad competente que la citada condena fuese cumplida en el penal de El Hacho. El caso del declarante, condenado por la justicia española en Cuba al destierro, no fue ni mucho menos un hecho aislado. Entre 1895 y 1898, los presos cubanos que cumplieron condenan en el famoso Hacho sería de 607 deportados, de los cuales 450 lo harían como presos de guerra.
Los deportados eran trasladados en los buques de vapor Alfonso XII o Santiago, que habitualmente comunicaban a la isla de Cuba con la Península. Una vez llegados a la capital de la provincia, los presos eran trasladados hasta Algeciras a pie, por lo que al penoso viaje marítimo se sumaba el no menos esforzado y cruel traslado hasta nuestra ciudad. Una vez en Algeciras, tras una indefinida estancia de espera, eran nuevamente embarcados rumbo a Ceuta, donde les esperaba el mítico penal.
Desde que el 24 de febrero de 1895 comenzara la recta final de la lucha hacia la independencia de la isla, la medida judicial de deportar a los insurrectos cubanos hacia otras posesiones españolas (incluido el territorio peninsular) fue una constante por parte de las autoridades españolas.
Mientras ocurrían estos hechos, las autoridades militares afincadas en nuestra ciudad se encontraban con problemas de ubicación para poder albergar a estos desterrados. En aquellos años, Algeciras carecía de zonas cercanas al puerto aptas para acoger periódicamente un determinado número de deportados, por lo que se ha de suponer que el periodo de espera para su embarque o posible estancia indefinida se haría en las precarias instalaciones militares existentes en la ciudad.
Desde España, la intervención militar se contemplaba con doble sentimiento de heroísmo y sacrificio. En un poema de 1897 contra la guerra titulado El canto de un soldado, este expresaba: “Yo que sólo tengo manos para ganarme la vida/ a guerrear contra hermanos me llevan/ madre querida”. Otro citaba: “A los hijos proletarios/ a Cuba a morir nos llevan/ y los de los propietarios/ en sus casitas se quedan”.
El pueblo llano, bien sabía lo que le esperaba a sus hijos en aquella lejana e incomprensible guerra. Muestra de ello, es el siguiente relato: “El soldado Andrés García y García, de 21 años, natural de Carrascal de Obispo, de la 4ª Compañía del Regimiento de Infantería Bailén, tras recibir doce machetazos, fue dado por muerto, desnudado y apilado junto a los cadáveres desnudos de sus compañeros. Tras ser rescatado, fue enviado a un hospital de sangre, donde no pudo ser atendido al acabarse los medicamentos. Posteriormente fue trasladado, conjuntamente con otros heridos en una carreta por caminos pedregosos […], asistido por el médico Salvador Sánchez y por la hermana de la Caridad Sor Dominica García de Palencia […], el soldado español, inútil para siempre, fue devuelto a su familia”.
El ancladero algecireño, que recibió en no pocas ocasiones a los desterrados cubanos, era descrito por los derroteros de la época del siguiente modo: “El fondeadero de Algeciras, que es bueno y de tenedero muy firme, ofrece abrigo de los vientos a toda clase de embarcaciones […], los barcos de cruz, que generalmente toman el fondeadero de Algeciras, lo hacen con objeto de abrigarse de los ponientes que les impiden pasar el Estrecho y de dar la vela en cuanto cejen aquellos […], en vista de lo manifestado, mientras no se termine el proyectado puerto, en que las embarcaciones que arriben a la Bahía encontraran la más completa seguridad, conviene estar siempre sobre un pie en el fondeadero de Algeciras, o cuando mas con una rejera, a fin de evitar en caso de calma, el pasar por encima del ancla”.
En los últimos meses de 1895, empiezan a desembarcar en el futuro puerto algecireño los primeros deportados cubanos con destino al norte de África. El Hacho, vía Algeciras, será el fin del viaje para muchos de ellos. No pocos se quedarían en el camino.
Un funcionario de prisiones testigo de estos, relataría rasgos de la vida cotidiana de estos presos, que previamente habían recalado en Algeciras: “casi todos, con cadena perpetua. Estos infelices, a quienes el mundo oficial miraba por encima del hombro, cultivaban un pedazo de terreno dentro de las murallas, y le hacían producir lindamente, labrándolo al son de populares guajiras saturadas de odio hacia España”.