Las hojas del calendario han ido cayendo al ritmo de pasos lentos, como adormecidos por el tiempo. Lejana quedó la Navidad, en la que un Niño nos nació para salvación de la humanidad. Los villancicos tornaron en sones cofrades y las marchas surgían de cada esquina. El olor a incienso perfumaba las puertas de los templos; los altares de cultos iluminaban, en la oscuridad de las iglesias, los rostros de Cristo y de la Virgen María. Las convocatorias aún perduran por las paredes y frontispicios de las casas de hermandades; sigue resonando la voz pregonera del Domingo de Pasión invitando al pueblo creyente a contemplar los pasajes evangélicos de la Pasión de Cristo.
Los palcos ya lucen en la carrera oficial, por donde todas y cada unas de las cofradías tienen que pasar mostrando, cada una de ellas, un misterio de nuestra Semana Mayor. El cambio de hora hace que la luz de la tarde gane tiempo a la noche, la primavera, con su luz y color, reina ya estos últimos días de marzo. Por alguna placita se deja ver el azahar con su aroma característico de Semana Santa.
Los pasos ya están montados en las iglesias a la espera de ser exornados de las mejores flores. La liturgia cofrade se ha cumplido un año más como manda los cánones de la conmemoración del mayor acontecimiento para un creyente. Todo está preparado, todo está consumado. Muy pronto la imagen de Jesús montado en su Borriquita saldrá a las calles del barrio alto entre olivos y palmas. Mañana de alegría y júbilo en ese Domingo de Ramos por calle Jerez, dónde el blancor de las túnicas nazarenas triunfará ante el odio, la envidia o la sinrazón. Porque Jesús nos traerá su Paz y la Virgen su Victoria, paz que tanto anhelamos y victoria ante el mal. Pero en ese día veremos el sudor hecho sangre que empapará el Huerto de los Olivos. Cristo Orando muy cerca de la Torre del Homenaje, que cual Torre Antonia, se nos muestra enhiesta y orgullosa. “Padre aparta de mi este cáliz de amargura” Cristo en la noche reza en solitario, los apóstoles dormidos y la luna como único testigo. Sin embargo, un ángel aparece para confortar a Jesús; mientras una Madre llena de Gracia y Esperanza espera su regreso, aunque sabe que ya no volverá. Judas Iscariote se levantó de la mesa en la última cena y entregó a Jesús por 30 monedas de plata. Cuando el traidor vio como prendieron a Jesús por el barrio del Palmar, arrepentido y atormentado, huyó camino del pinar de la Dinamita. Allí se colgó de un árbol, y las monedas cayeron al suelo. Los demás apóstoles aterrados de miedo abandonaron a Cristo y todos se encerraron allá por la antigua ermita de Bonanza. Maniataron sus manos con un cordel cual si fuera el más grande de los ladrones; y así Cautivo por aquella turba lo llevaron a Pilatos y no abrió la boca: como cordero al matadero. En calle San Jorge lloraba desconsolada la Estrella, ni los sones de Rocío consiguieron mitigar su llanto, y eso que desde el cielo caían pétalos de flores.
Pedro lloró apenado y cobarde por negar a Jesús tres veces, antes que el gallo cantara por los naranjos del Pradillo. Por la Cuesta de la Caridad el pueblo contempló su sagrada coronación de espinas, entre burlas y golpes de unos soldados sin corazón; en la distancia, el bello rostro de la Virgen de las Lágrimas, rompía el alma a los nazarenos de la Humildad y Paciencia. En una columna de mármol, en las mismas puertas del Templo de la O, lo ataron y lo azotaron cruelmente, pero su Misericordia es tan grande que perdonó al Verruga, al “Mellao” y al Chamizo. Enlutada y con siete puñales en su pecho, la Virgen de los Dolores, seguía aquel tormento en un mal inabarcable de llanto y dolor. Le obligaron a llevar la cruz hasta el Calvario, Jesús Nazareno llevaba en su rostro reflejado su inmensa bondad. Y, en Silencio, cumpliendo su misión, avanzaba despacio con el patíbulo hacia la empinada cuesta de la cava del Castillo, con el Amor de una madre en lontananza.
Venía del campo, quizá de la Jara, aquel robusto hombre y se encontró a Cristo caído y sin fuerzas, cuando los soldados romanos le obligaron a llevar la cruz del Maestro. Y Simón lo ayudó a subir los últimos tramos por calle Ganado hasta el Calvario. El Mayor Dolor de una madre es vivir la muerte de un hijo; un hijo tratado cual el peor de los bandidos. En la Cuesta de Belén, justo al lado de su vieja iglesia, Cristo entregó su espíritu al Padre.
El Cristo de la Expiración murió viendo, por última vez, los pinares verdes de Doñana. Y también con su manto y palio verde venía tras Él, la Virgen de la Esperanza, reina del antiguo barrio de los gallegos. Antes de morir, Cristo, desde la cruz, nos dejó a su bendita Madre de las Penas como Reina y Madre de toda la humanidad.
Fue testigo el joven discípulo de Jesús, Juan acompañado de María Magdalena, la primera mujer en conocer el Milagro de su Resurrección. Verdaderamente este era el hijo de Dios dice los evangelios que pronunció el centinela romano. Cristo muerto se nos presenta cada Viernes Santo saliendo de la Parroquia Mayor para enfilar la plaza de los Condes de Niebla y el Palacio de los Duques de Medina Sidonia, a cuya familia le debemos la espléndida imagen del crucificado. Tras Él y rota en llanto, estará la Virgen de la Soledad en sus misterios dolorosos. Los vencejos revolotean por el Pradillo anunciando la muerte de Cristo, que como una azucena tronchada se nos muestra en el regazo de la Madre. No puede existir más dolor en este mundo que ver la muerte de un hijo, no hay mas Angustias que la tuya. Tú, María, que lo acunabas en tus brazos en Nazaret cuando solo era un niño, lo ves ahora muerto en esos mismos brazos.
Toda la desesperación y la angustia de esta vida, queda empequeñecido ante la imponente presencia de tu paso carmelitano. Ha muerto Cristo y las cigüeñas lloran en sus nidos al ver salir la urna del Santo Entierro de la Iglesia de San Francisco. Las palomas de su plaza revolotean alrededor del paso de la Soledad de María queriendo mitigar la pena de una madre rota en lágrimas. Y las golondrinas se afanan en cambiar los tres clavos que la Virgen lleva en sus manos, y colocarle tres rosas blancas que secara el llanto cual si fuera un pañuelo. Pasa el sábado, todo nos parece derrota y soledad,
Sanlúcar está como dormida, aletargada por haber vivido la Pasión y Muerte de Cristo. Todo parece terminado, la esperanza derrotada, la alegría se torno en sufrimiento, la fe perdida, la ilusión desvanecida… Y, sin embargo, al amanecer del primer día de la semana la tumba está vacía. De la penumbra del templo franciscano surge airosa la figura del Cristo Resucitado. La muerte ha sido vencida, la Paz anidará por siempre en nuestro corazón. La fe perdida ha vuelto y ya nada será igual. La esperanza inunda nuestras vidas. ¿Dónde está muerte tu victoria. ¡Aleluya!, Cristo vive.