“Qué estoy pensándomelo bien, pero para no hacerlo”, me confiesa a la puerta de la guardería, cuando le pregunto por el propósito con enmienda de incrementar la natalidad. “Que estoy jartita perdía… de las compras, de no acertar nunca, de que me falten regalos y dinero, de que la niña no coma y de que el niño no pare de llorar”.
Y es que la cosa anda achuchada para todos, pero para algunos más, como para mi amiga marroquí, que ataviada con una trenca con capucha, una bufanda y unos guantes, camina hacia el trabajo desafiando al frío de diciembre, con sus ganas de cortar caras y crujir huesos, mientras piropea a mis niños y se queja con la mirada –por ser demasiado mayor y muy trabajada– para darle un hermano al suyo.
Mila, mi hermana del alma extremeña, no echa en falta la Navidad, ni se desespera por las compras, porque anda atareada y jubilosa, como siempre en congresos y mítines . Me invita a celebrar el solsticio de invierno, donde no existen ni vírgenes, ni milagros, más que los de la historia antigua de mujeres que parían mundos y culturas, úteros generosos y manos trabajadas, exactamente igual que siempre fue y –para nuestra desgracia– siempre será.
En algún rincón del cajón de los recuerdos, perdimos la fe y los buenos propósitos, olvidados al llegar febrero, al igual que las bolsas de regalos, el celofán y las fiestas.
No sé si esta pérdida tan brutal y profunda se ocasionaría mientras nos besábamos apasionadamente en el portal de la casa de nuestra mejor amiga, pegándonos como lapas al noviete con el que sabíamos que nunca nos casaríamos o quizás mientras firmábamos la sentencia de divorcio del hombre que amábamos más que cualquier otra cosa, despechadas y hundidas, con morder de labios y ojos llorosos … Realmente no lo sé, pero lo más seguro, sería que perdiésemos la conciencia mientras depilábamos de afecto fingido el inocente corazón que nos regalaron al nacer, hecho especialmente para nosotros en la fábrica de esperma y latidos humanos.
Lo cierto es que olvidamos lo que de verdad importa que no son los regalos, ni la comida, sino sentarse juntos para celebrar –eso precisamente– que estamos juntos y nos miramos a los ojos, buscándonos unos a otros.
Cuando los niños dejen el colegio y el instituto, y las guarderías cierren sus puertas, para celebrar los días festivos de la Navidad, sólo nos quedará a nosotras trabajo por hacer y mucho, preparando cenas y comidas familiares, encargando en el súper o en la tienda, lo que no sepamos hacer, o aquello con lo que queremos impresionar a nuestros invitados, trastabillándonos las piernas y los sentidos con niños agarrados a las faldas y cochecitos por delante, riñendo y llevándolos a ver belenes con música enlatada, exactamente igual que en los supermercados, con pastores que mascan chicle en las funciones de fin de trimestre, con profesores nerviosos y expectantes porque todo salga bien, deseosos no de que pasen los días y lleguen las ansiadas vacaciones, sino porque lleguen los sesenta y pasear tranquilos la dorada jubilación.
En algún momento –con la casa llena de invitados y la familia a cuestas, con los cuñados bebiéndose nuestro vino y criticando lo horteras que somos– desearemos que venga Papá Noel , que entre de improviso por nuestra chimenea o nuestra ventana, o quizás tan desesperadas estaremos que le dejaremos hasta la puerta entreabierta y después nos fugaremos con él, con ese anglo regordete y risueño, bebedor de ilusiones infantiles y de ojillos picarones, que a buen seguro nos dará un achuchón al irnos a montar en el trineo, sacará del saco de terciopelo unas zapatillas de fieltro y unos tapones para los oídos y horas y horas de deseados sueños, consiguiendo que al despertarnos haya pasado la Navidad, las compras, las comidas y los agobios y sólo queden las risas de los niños y el mejor de los deseos.