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Lunes 25/11/2024
 

Desde la Bahía

La mejor ocurrencia de Dios

La juventud, que es primavera de flores y luces, ilumina los caracteres secundarios que dan firme idea de los frutos que con los años podremos recoger

Publicado: 03/11/2024 ·
14:10
· Actualizado: 03/11/2024 · 14:10
Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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El ser humano busca la perfección, sin darse cuenta que en esta vida es imposible conseguirla. Es más, es totalmente conveniente que ni la encuentre, ni la posea, porque es más bien un grillete que una puerta abierta a la libertad. Sin embargo, el que no pone el esfuerzo necesario para superarse continuamente y cree que todo está conseguido y se está de vuelta -con superioridad manifiesta- de todo lo acontecido, arrastra a su persona al híbrido mundo del escepticismo.

Decirle a una persona que su obra o creación es perfecta, es hacerle creer que ambas cosas han quedado concluidas, bien acabadas, conteniendo todas las condiciones y virtudes que hacen que un hecho sea imposible de superar. El conseguir hacer algo perfecto indicaría que ya no hay nada que pueda sobrepasarlo y la persona autora de este hecho quedaría limitada. Se entiende fácilmente que la perfección es limitación. Las creaciones u obras de todo tipo pueden ser brillantes, ingeniosas, inventoras o descubridoras, pero nunca perfectas, porque la perfección solo la tiene Dios y es precisamente por ser el principio y fin de todas las cosas.

Hay demasiados “filisteos”, demasiados espíritus vulgares de escaso conocimiento y menor sensibilidad, a los que su mediocridad los lleva erróneamente a considerarse superiores a los demás, pero su vuelta de espaldas a todo lo que acontece es, en realidad, la cobardía que su ignorancia engendra. Esta forma escéptica suprema le transforma el rostro de tal forma que su máscara expresión, no tendría valía ni en el carnaval más grotesco.

En esta vida tenemos marcado el camino,como el caudal de un río, vamos de la flor a la hoja caduca, de la primavera al otoño, pero cada uno tiene un agua y una flor distinta. Vivimos en colectividad, pero la individualidad que nos hace desiguales es la base de la competencia y el progreso, no el discurso demagógico de igualdad.

El nacer va precedido siempre de una vasta carrera maratoniana, donde el número de participantes -espermatozoides- es tan enorme, que se comprende que el que llegue primero a la meta y consiga vencer, debía ser el mejor y más fuerte de ellos, lo que hace incomprensible que vean la luz por primera vez seres discapacitados. Las leyes de la naturaleza tienen desde su principio una letra pequeña que es preciso leer y comprender.

La niñez es tiempo de felicidad e inocencia, que a estas edades se hacen sinónimas, pero a medida que se va creciendo al pequeño le ocurre lo mismo que a los árboles de jardines, alamedas y parques, que la tijera del jardinero le va dando figuras geométricas artificiales, a pesar de que todos sabemos que no es su forma habitual, la de sus ramas desiguales, pero todas ellas con un criterio unánime, les gusta crecer con el sonido del canto de los pájaros.

Hay demasiados jardineros en los inicios de nuestra vida consciente -padres, profesores, educadores, psicólogos, amigos, medio ambiente, ideales políticos, creencias etc.- cada uno de ellos dispuestos a recortar su libre albedrío, en favor de sus intereses y los del pequeño quedan relegados.

La juventud, que es primavera de flores y luces, ilumina los caracteres secundarios que dan firme idea de los frutos que con los años podremos recoger. Estudio, diversión, primeros escarceos de amor -que son los más sublimes y verdaderos- y primer contacto con el esfuerzo y la responsabilidad, cuyo uso nos llevará a ser activos u holgazanes. La felicidad ya no es sinónimo de inocencia, sino de la satisfacción y gozo que se obtenga del encuentro con la vida.

El capítulo más importante de la existencia terrenal es el de ser adulto. Largo tiempo en el que se diluye la inocencia. Las cosas tienen diferentes puntos de vista, la relatividad se impone, se ahogan las creencias, se agrietan los valores. Se marcha con pies de plomo con deseos de apisonar cualquier saliente que ofrezca resistencia a nuestro paso. La verdad es una equilibrista inexperta, expuesta a la caída. La mentira es nuestro salario sentimental, se hace imprescindible. Se jura amor, responsabilidad en el cuidado de los hijos y en labor cotidiana que hace posible el sustento, pero el perjurio, el quebrantamiento de la fe jurada, sigue siendo el líder en las estadísticas diarias. Son tiempos de currículum, de superación, de alcanzar las metas deseadas, de enamorarse de su profesión, de construir un hogar con cimientos de amor y de tener algún hueco para reflexionar sobre qué puede existir después de la vida. Pero también es el tiempo de mangantes, idealistas narcisistas, pandemia de mediocres portadores en sus conciencias de resentimiento, envidia u odio. Se idolatra el ocio y se intoxica la vida con las pócimas de las hipotecas de hogar, apartamentos, chalet y autos. Se empieza a contar los amigos con los dedos de una mano y crece la nostalgia por lo que fueron de niño y joven.

Un día, que no tiene por qué ser gris, la ley prescinde de las personas, quedan oficial e irreversiblemente apartadas de la activa vida laboral. Jubilado, pensionista y viejo, da la impresión que al ser humano le están señalando el camino a seguir, mirando al cielo. Pero al jubilado le emergen nuevas cualidades y focos de ternura, que durante su vida estresante y activa no encontraban la forma de emergen y, rebelándose a una ley que los discrimina cuando aún conservan íntegras y quizás exponenciadas todas sus facultades físicas y psíquicas, son capaces de iniciar una nueva vida de creatividad, amor y verdad ahora experta y alejada del desequilibrio que las presiones y la opinión pública obligaban a soportar. Así hay que llegar al epílogo, no es dichoso el que no lo consigue.

La vejez no consiste en perder belleza, sino en saber trasladarla al corazón. El estar por ley natural más próximo al final no tiene por qué entristecer, ya que nos da la seguridad de que estamos más cercas del que posee la perfección. Queramos o no, somos la mejor ocurrencia de Dios.

 

 

 

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