El horror tiene múltiples manifestaciones, aunque todas remitan a una misma reencarnación de la crueldad. Las fotos de la matanza de Hula, en Siria, es una de ellas. El horror. En este caso, sobre el capó de un coche de observadores de la ONU. Si les queda estómago para detenerse con detalle en la imagen, podrán comprobar que lo más desgarrador del encuadre no se encuentra en primer plano -los cadáveres de una niña y un adulto envueltos en una sábana, depositados por la multitud encima del vehículo-, sino en la parte superior, en la que se aprecia al ocupante del vehículo tapándose el rostro ante la insoportable sensación de experimentar el horror en primera persona.
“He visto horrores”, confesaba el comandante Kurtz en el antológico final de Apocalipsis now: “Es imposible describir con palabras lo que esto significa para los que no saben qué es el horror”. No hacen falta las palabras. Basta con esa imagen de Hula para trascender las fronteras del horror conocido e intentar desentrañar cómo pueden cometerse tales crímenes con tal impunidad.
Por eso mismo, uno recurre de nuevo a Kurtz, no en busca de explicaciones, pero sí consciente de los inescrutables senderos del alma humana en los que se oculta el impulso a la hora de apretar el gatillo, siempre sin justificación: “El horror tiene cara y uno debe familiarizarse con él. El horror y el terror moral son tus amigos, de lo contrario se convierten en enemigos espantosos. Se precisan hombres con moral y que sepan utilizar sus instintos primordiales para actuar”.
No sé cuántos muertos más deberá arrojar el pueblo sirio sobre los coches de los observadores internacionales para sacudir las conciencias de los gobiernos democráticos, ni si la ONU ha adiestrado a su personal frente al trauma de percibir el horror en su paseo por los infiernos del mundo contemporáneo, conscientes de su inutilidad, pues lo único evidente hasta ahora es el fracaso de los planes de paz y alto el fuego con que se llama a las puertas del palacio de Bachar el Asad.