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Lunes 18/11/2024
 

El sexo de los libros

Stalin y Natalia Lvova

A Stalin lo visitaban con frecuencia dos eminentes espectros del pasado de Rusia: los zares Iván IV (llamado ‘el Terrible’) y Pedro I (llamado ‘el Grande’)

  • Boris Vladimirsky: 'Rosas para Stalin', 1949

El transcurso del tiempo optimiza la perspectiva analítica de la historia. Quizás no siempre. “La voz del silencio —decía Cioran—, del silencio anterior al Verbo”; como el enigma de Stalin, que hoy sigue ofreciendo un aliciente indudable, prueba de lo cual es la bibliografía sobre su trayectoria y significación política que  continúa editándose. 


Parte del período estaliniano pertenece, de alguna manera, a una espiritualidad vanguardista. Stalin empieza siendo contemporáneo del Futurismo Ruso, inaugurado   oficialmente  en 1912 con el manifiesto Bofetada al gusto del público. La influencia de los futuristas, que fue grande, duró hasta la muerte de Mayakovski en 1930. Otras vanguardias soviéticas de la época fueron, entre las más importantes,  el Cubofuturismo, el Suprematismo o el Constructivismo.


La consolidación del poder de Stalin comienza a fraguarse en 1924 tras la muerte de Lenin, el año de la troika (Kámenev, Zinóviev y el propio Stalin); año en el que se publica el Manifiesto del Surrealismo.


Más tarde, con los primeros años treinta, en la Unión Soviética  saltarían otros vientos que propiciaron, desde las filas del Partido Comunista, una impugnación de las vanguardias como arte típicamente burgués, basado en el predominio de la subjetividad del artista sin atender a los problemas prioritarios de la lucha de clases. Así se estableció el Realismo Socialista que, en 1932, sería declarado —por decreto— doctrina estética oficial y obligatoria en todo el país. ¿Pero no era la condena del arte de vanguardia otra forma  extravagante de vanguardia? Sin embargo, dejaremos para otra ocasión estas especulaciones.


Lo cierto es que en aquel contexto de cambios, celebraciones y carnavales inspirativos, un Stalin siempre atento a la hora del pueblo, del pensamiento y del arte, se dejó llevar por el ritmo del mambo y también fue tocado por los ángeles surrealistas de Rafael Alberti. En realidad, a partir de 1924 la totalidad del planeta se hizo surrealista. La vigilia y el sueño se confundieron en la vida y se demostró que el doctor Freud tenía razón en todo, o casi todo, lo que había dicho. De todas las vanguardias, el Surrealismo fue la más vigorosa, influyente y omnicomprensiva. El Surrealismo llegó para ser infinito.


Los aires oníricos fueron invadiendo el Kremlin de Dzhugashvili, donde abundaban los fantasmas legendarios, que siempre condicionaron a unos ocupantes instalados entre la intimidad y el ejercicio del poder público. A Stalin lo visitaban con frecuencia dos eminentes  espectros del pasado de Rusia: los zares Iván IV (llamado ‘el Terrible’) y Pedro I (llamado ‘el Grande’), ambos notables reformadores del imperio.


Se iba creando la atmósfera que hizo posible la fantástica  novela titulada El maestro y Margarita, que Mijaíl Bulgákov empezó a escribir en 1928. El desembarco en Moscú del Diablo y una selecta comitiva  de demonios para organizar escándalos.


Pronto sonó la hora de las transfiguraciones. Numerosos testigos afirmaban haber visto a Stalin en tres o cuatro estancias distintas al mismo tiempo. Refractarios a cualquier explicación de índole sobrenatural, los testigos  dedujeron que el Jefazo tenía varios dobles, desencadenándose ‘la crisis de los gemelos’, porque comenzaron a proliferar réplicas de varios personajes relevantes de la política. El caso más aterrador fue el de Trotsky, cuyo doble deambulaba por los corredores del Kremlin en 1934, cuando se sabía positivamente que el viejo  líder vivía exiliado en Francia. Un diplomático mejicano, mientras esperaba en una  antesala,  lo vio salir por una puerta y entrar por otra; y, espantado por la visión, no tuvo más remedio que desmayarse, siendo atendido en el botiquín del Arsenal.


La gran pregunta sigue siendo: ¿para qué quería Stalin un doble de Trotsky en el Kremlin? Todavía es un misterio.


Stalin era noctámbulo y dormía poco. Tenía a su disposición una sala para proyecciones cinematográficas. Amaba el cine y  su entretenimiento favorito era ver películas de Tarzán, siempre con su pipa y una caja de bombones. Nunca podían faltar los bombones. A veces aprovechaba para llamar por teléfono a ministros o altos cargos, así como a escritores y artistas, para cambiar impresiones; a eso de las tres o las cuatro de la madrugada. Un horario muy prudente. En ocasiones, invitaba a todo el Politburó (unos 22 miembros entre plenos y candidatos) a ver las películas. Stalin se sentaba, solo, en la última fila, desde donde podía controlar un panorama en el que reinaba una gran tensión. No digamos nada cuando se invitaba a un director de cine a ver su obra en la sesión de noche. Los directores, literalmente, se cagaban, y tenían que limpiarlos y darles calzoncillos y otros pantalones; o bien perdían el conocimiento cayéndose en redondo al suelo. Bastaban una tos o un susurro de Stalin para que fueran interpretados como una expresión de disgusto. 

 
Pero la sombra surrealista más insigne   de aquella corte de los milagros fue, sin duda, Natalia Lvova, la vidente de Stalin, de la que se sabe poco, ya que la NKVD destruyó mucha información sobre ella.  Esta especie de sensitiva era capaz de leer el pensamiento y de mover objetos a distancia, además de otras facultades excepcionales. El testimonio más importante sobre esta mujer fascinadora  es el que aporta la poeta Anna Ajmátova en diversos escritos.


Más supersticioso que crédulo, el dirigente georgiano se valía de la maga para protegerse del mal de ojo y las energías negativas de sus enemigos, por eso Lvova le recomendó que no se dejara fotografiar y que nunca descubriera la verdadera fecha de su nacimiento para que no le hicieran una carta astral. Eran los dobles de Stalin los que posaban ante las cámaras. Según Lvova, las fotos servían para hacer magia negra. La pitonisa también  asesoraba a Stalin en asuntos del personal administrativo y de servicio, al parecer con buenos resultados.


La señora tenía, sin previa solicitud, acceso directo a Stalin. Fue ella la que le aconsejó el uso de dobles por motivos de seguridad, y también fumar en pipa como otra defensa contra las fuerzas tenebrosas. Pero hay algo que llama poderosamente la atención, y es que la entrada de Lvova en el círculo privado de Stalin coincide con el inicio del “Gran Terror”; y su enigmática desaparición se corresponde, precisamente, con el final de dicha fase; lo que no deja de ser una particularidad alarmante. Natalia Lvova entra  en el Kremlin en 1930 y se marcha en 1939. Y durante estos años de purgas, deportaciones y fusilamientos en masa, ya no se la designa como la maga o la vidente, sino como ‘la Bruja’. Un dramático rumor se extiende por las alturas gubernamentales y del partido: Stalin se encuentra hipnotizado por Lvova, impresión  que evoca, de inmediato, la memoria de Rasputín. Iósif Vissariónovich obedece sin chistar a la mentalista y su confianza en ella es total, haciéndola partícipe de todos los secretos del Estado. De aquí podría inferirse, sin incurrir en exageración alguna, que los Procesos de Moscú estuvieron envueltos en las tinieblas del aquelarre.


Natalia fue la inspiradora del proyecto de las Ocho Hermanas: ocho rascacielos que se edificarían con motivo de la conmemoración del octavo centenario de la fundación de Moscú, a celebrar en 1947. Tan sólo uno no se construyó, pero ahí quedan los otros siete como la colosal huella de un prodigioso hechizo.


Hubo cientos, miles de episodios, en los que no faltó, para bien o para mal, un toque surrealista, una sensación de irrealidad o cosa soñada. Otro ejemplo. Es el 18 de abril de 1930. Stalin llama por teléfono al escritor Mijaíl Bulgákov. Por supuesto de madrugada, ya despuntando el día. El novelista y dramaturgo estaba durmiendo y, de entrada, creerá que se trata de una broma.


Se oye la voz de un funcionario del Kremlin:
—¿Mijaíl Afanásievich Bulgákov?
Responde Bulgákov todavía atontado:
—Sí.
—El camarada Stalin va a hablarle.
—¿Qué? ¿Stalin? ¿Stalin?
Se oye la voz de Stalin:
—Sí, le habla el camarada Stalin. Buenos días, camarada Bulgákov.
—Buenos días, Ióssif Vissariónovich.
—Hemos leído su carta. La hemos leído con los camaradas. Va a recibir usted una respuesta positiva... Y, quizás... ¿quiere marcharse al extranjero, no es eso? ¿Verdaderamente está harto de nosotros?
—Últimamente me he planteado de forma reiterada la siguiente pregunta: ¿puede un escritor ruso vivir fuera de su patria? Y me parece que no.
—Tiene usted razón. Esa es también mi opinión. ¿Dónde quiere usted trabajar? ¿En el Teatro de Arte?
—Sí, me gustaría; pero no he recibido más que negativas.
—Presente una solicitud. Me parece que esta vez la aceptarán. Tendríamos que reunirnos para charlar.
—¡Oh, sí, Ióssif Vissariónovich! Tengo que conversar con usted.
—Sí, habrá que encontrar un momento apropiado para eso. Y ahora, adiós y enhorabuena.


Esta conversación telefónica tuvo lugar el día siguiente al de los funerales de Vladímir Mayakovski, suicidado de un tiro en el corazón el 14 de abril de 1930. Y, en efecto, a  Bulgákov le dieron un trabajo anodino en el Teatro de Arte, hasta que fue nombrado asistente del director escénico. Nada del otro jueves. Entretanto, escribiría una serie de cartas a Stalin, de las cuales no todas se echaron al buzón, mientras que las otras nunca recibieron respuesta.


En esta misma esfera de la contaminación surrealista, hay evidencias de que Stalin protagonizó algún que otro episodio de amour fou, pero su vida erótica es, en líneas generales, más bien  la de un tarugo con escasa imaginación y muy malas pulgas.  

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