De madrugada. Con nocturnidad. Mientras los corruptos sueñan con carteras llenas, un viento frío zarandeaba una paupérrima embarcación de madera. A las cinco de la mañana el cielo oscuro era aún más oscuro sobre la mar. Luna en fase menguante. Apenas una uña argenta que araña el firmamento. Agua y sal se arremolinan ante el fuerte oleaje. Cuarenta personas a bordo, 48 horas para una travesía que en barco, con pasaje y con visado y a salvo, se realiza en menos de tres. Un escalofrío escala la espalda de Neptuno y a la Virgen del Carmen se le hiela el aliento. En la otra orilla, desde donde partieron, Alá llora como Boabdil a las puertas de Granada. Aunque si os soy sincero, al alba solo hubo muertos, no dioses. Éstos, o no existen, o se escondieron.
Perdónenme, pero me produce un asco eterno este estúpido juego de banderas y fronteras y fusiles e intereses al veinte por cientoA 150 metros de la playa, unas lajas, unas rocas quebraron la quilla de la patera. El océano entró y la vida salió por el profundo agujero. Las luces, amarillentas, de la Avenida Trafalgar, empapadas en una tétrica neblina, casi se podían tocar, pero poco más puedes pensar si no sabes nadar. Los que tocaron tierra se pusieron a gritar, otros a huir, muchos a llorar. Los que se quedaron entre las algas se pusieron a morir. No siempre amanece igual para todos.
No me llama, no me llama, algo le habrá pasado, piensa a kilómetros de allí, la madre de todos los ahogados, la amante de todos los muertos, el hijo de los que ya no respiran. No me llama, no me llama, algo le habrá pasado, piensa mientras su piel se llena de pliegos hechos al sufrimiento, mientras una herida se hace eterna y cicatriza en su mirar. Son sus cadáveres, son mis cadáveres, son nuestros cadáveres, aunque usted, señor, señora, no lo quiera pensar.
Con las primeras luces del día se vislumbra la tragedia. El horror ya se puede palpar. La pesadilla no es más que otro trozo de realidad. El Estrecho es un parque de atracciones donde sucumben miles de sueños. Una fosa en la que se entierran las vergüenzas de los gobiernos de ambos lados del charco. Un féretro de ignominia. Un ejército de ahogados, un escuadrón de pobres, todos con los ojos cerrados, todos con sus pulmones encharcados. Una puerta de salitre cerrada. Un enorme candado de sangre. Una alambrada de pies descalzos y cuerpos hinchados. Una lengua que permanece muda.
Pasan las horas y las jornadas. Un día aparece un cadáver y al siguiente otro. Escabroso recuento para la peor de nuestras estadísticas. Se hacen visibles, poco a poco, como si no quisieran molestar, como si les avergonzara fallecer, como si no quisieran alarmarnos. Que no se preocupen estos proyectos de esqueletos… ya tenemos el estómago hecho y la conciencia dormida. Son cientos, son miles los muertos. Desde Conil al Peloponeso. Del sur hasta el norte.
Dolor húmedo. Indignación con espinas. Clavos en las pupilas. De nuevo no puedo más y lo siento.
Lo siento y grito. Y me cago en Pedro Sánchez, y en Casado y en Iglesias y en Rivera. Y en el monarca Mohamed VI y en toda su corte de fosfatos. Me cago en la Unión Europea y en la mesa de los banqueros. Maldigo a todo aquel que permite este reguero de esperanzas desgarradas. Permítanme este desahogo, permítanmelo. Mi sangre es una mezcla de ambas esquinas del Estrecho… me duelen todos los muertos, todos los cuerpos que dejan de andar aquejados por la miseria, me hierve la sangre porque no lo comprendo. Moriré sin comprenderlo. Lo sé, el dinero es el dinero… lo sé pero no lo comprendo.
Perdónenme, pero me produce un asco eterno este estúpido juego de banderas y fronteras y fusiles e intereses al veinte por ciento. Ni una palabra, no más que unos simples e hipócritas caracteres en Twitter, ni una visita, ni unas condolencias del puto presidente del Gobierno. Y el rey de Marruecos, pues el mismo silencio, son sus muertos, jóvenes que se rebelan por su futuro que es lo que les queda o quedaba, pero eran pobres. Maldito delito nacer sin bolsillos. Maldita sean todas las miserias. Perdónenme si los mando al mismísimo carajo… A los que nos gobiernan en la tierra, y a los que, qué queréis que os diga, dicen ser los dioses del cielo. Perdónenme señoras, perdónenme caballeros, pero son mis muertos, y aunque no se lo crean, también son y serán los vuestros.
Sobre la fina arena un reloj, con negras correas, Casio F-91W. Suena su alarma. A nadie despierta. Su dueño ya forma parte de esta macabra marea. Sobre la humedecida arena os dejo mi pena. Perdónenme, perdónenme de veras. Sobre este papel hoy se vuelven a abrir mis venas… no hay madrugada en la que no sueñe que todos vamos a bordo de esa patera.