Es demagogia, pura demagogia. Pero me encanta la demagogia. Soy un puto demagogo. Desde que en 1.988 se comenzase a contabilizar las víctimas resultado de las migraciones de seres humanos desde el norte de Marruecos hasta las costas de Cádiz, a través de esa fosa común llamada Estrecho de Gibraltar, más de siete mil personas han fallecido o desaparecido. Entre ellas, menores de edad.
Es demagogia, es pura demagogia. Pero me encanta la demagogia. Soy un puto demagogoSiete mil personas, siete mil seres humanos, siete mil futuros ahogados en su propia miseria. Siete mil sueños que se tornaron pesadilla. Siete mil proyectos del que se adueñaron las algas. Siete mil madres sumidas en un desesperado llanto. Siete mil cadáveres. Catorce mil ojos que perdieron la mirada. Siete mil corazones que dejaron de latir. Catorce mil piernas a las que no se les permitió dejar su paupérrima huella más allá de la orilla.
Entre ellos, muchos marroquíes. Hombres, mujeres y niños. A un lado África y si estiras el brazo, en un día claro, casi tocas Europa... sus pies en forma de costa gaditana. Por más que desde este lado del charco se trate de ocultar, Marruecos no deja de ser una dictadura. Sofisticada, eso sí, embadurnada desde hace unos años con elecciones, comicios, urnas y toda la parafernalia típica de la democracia. Pero desde hace décadas, allí hay un patrón. Primero Hassan II y ahora Mohamed VI, padre e hijo. Y ya saben que donde manda patrón…
Marruecos forma parte de esas dictaduras que tanto gustan por aquí. Da lo mismo que sea el mayor exportador de hachís o que el Rey tenga la última palabra o que la separación de poderes sea casi una utopía. Desde Occidente se tapan la nariz, hablan de monarquía constitucionalista, al tiempo que con una mano le compran los tomates, con la otra le firman acuerdos de pesca y con el pie se echa tierra sobre asuntos como el Sáhara o los derechos de la mujer. Porque en realidad da lo mismo que desde sus costas miles de sus ciudadanos huyan en pateras, embarcaciones de goma y balsas de juguetes. Da lo mismo porque de todos es sabido que la vida del pobre no vale más que un kilo de fosfato. De todos es sabido que el gramo de niño muerto no tiene valor al lado de la firma de un buen contrato. Lágrimas contra una lucrativa concesión nada tienen que hacer.
Y ahora, yo que vivo en estas playas. Yo que he visto el dolor desparramado en la arena. Yo que he olido el putrefacto calor que emanan los cuerpos henchidos de muerte. Yo que he tocado la piel desollada entre las rocas. Yo que he abrazado y dado cobijo a la hipotermia con cara de un bebé de seis meses. Yo que he visto las tumbas sin nombres, sin flores. Yo que he recogido zapatillas entre los pinares de la Breña. Yo que he sentido su miedo. Yo que he padecido su frío. Yo que estuve esperando que las olas arrojasen a mis pies una veintena de bocas en silencio. Yo que pedí una tregua a dioses que no existen. Yo que he llorado la indiferencia de una sociedad que mastica su propia indulgencia. Y ahora yo tengo que agarrarme las entrañas y morderme el alma para no cagarme en esa mancha de cabrones que son capaces de comprarse un yate de noventa millones de euros mientras su pueblo fallece entre las húmedas tablas de una patera.
Con un mástil que “se eleva 72 metros sobre el nivel del mar’, 70 metros de largo por 13 de ancho, uno de los diez yates de vela más grandes del mundo. Si lo quieren ver, fondea en aguas de Casablanca.
Es demagogia, es pura demagogia. Pero me encanta la demagogia. Soy un puto demagogo. Ese yate surcará las fronteras, atracará en todos los puertos. Su dueño es Rey, pero sobre todo es rico, muy rico. Y yo soy pobre, tan pobre, que incluso en su yate veo una patera. Una patera de noventa millones de euros. Una patera de siete mil muertos de eslora, un lujo que nadie se debería permitir.