La experiencia nos va dando pistas para que nuestra comunicación no suponga solo un medio de expresión inmediata, sino una herramienta que es esclava de nuestros intereses, y no al contrario; cuando la comunicación pertenece a un partido político o a sus líderes, estos intereses no son propios, sino que son los de su formación. De este modo, toda una formación política puede ser esclava de que sus caras visibles usen la comunicación como un medio de expresión inmediata.
Todas pueden serlo y todas, en algún momento, lo son, pero no porque no exista un protocolo, sino porque este protocolo falla o porque los seres humanos fallamos cuando nos ponen un micrófono delante, incluso cuando nos hemos preparado lo que nuestra estrategia comunicativa nos dicta. Es un asunto de la máxima importancia ya que nuestros representantes políticos se ven constantemente expuestos a que la literalidad de sus palabras sea inflada, derivada, alterada o malinterpretada, casi siempre para llegar a nichos que muy raramente van a acceder a la fuente original de las declaraciones. Y en esto, queridos niños, se basa la oposición política actual y la mitad del periodismo patrio, siendo generosos. Pero el periodismo debe defender la verdad.
Es, sin lugar a dudas, un lastre para nuestra democracia usar una cierta imagen de solvencia, como es la que tienen los medios de comunicación, para ahondar en el pan y circo de las exageraciones y tergiversaciones dialécticas que impiden el paso de la educación primaria social al bachillerato social, no digamos ya la universidad social, que supondría que cada persona tuviese todos los datos necesarios y fidedignos para valorar su entorno, para valorar una situación y, por tanto, poder votar y obrar en consecuencia.
No hay libertad sin conocimiento y no hay democracia sin libertad de conocimiento. No existe prensa sin amarillismo, pero, al mismo tiempo, no existen líneas claras entre el amarillismo y la información, sobre todo cuando se alude a la libertad de prensa para condimentar, robar, alterar y matizar con las palabras un hecho de modo tan voluntarioso que el hecho acaba siendo representado como algo distinto.
El conflicto es la base de la narrativa, pero, por Dios, de la narrativa, no de toda la literatura, entrando dentro de uno de los géneros literarios el periodismo. De verdad que no necesitamos más emoción en nuestras vidas, ni necesitamos que los periodistas opinen, ni necesitamos que nos mastiquen las noticias ni hagan referencias cruzadas para ver qué hecho luctuoso podría tocar indirectamente la línea comunicativa de alguna formación política. Tampoco necesitamos que un médico nos diga que quizá deberíamos dejar de vestir de negro porque atrae energías negativas y no necesitamos que un chófer de autobús nos sugiera bajarnos una parada antes para que andemos un poquito. No es vuestra puta función reinterpretar la realidad. No ayudáis en nada, construís un mundo peor, y es el mismo en el que vivimos todos.
Luego llegan las lamentaciones cuando un colega del gremio es despedido por no seguir una línea ideológica editorial, mientras todos los demás no son despedidos porque siguen una línea ideológica editorial. ¿Queréis que el patrón suelte la correa y os deje hacer vuestro trabajo? Entonces, queridos niños, debéis morder la mano que os da de comer, que es lo que han hecho los trabajadores toda la historia para mejorar sus condiciones. Se llama huelga, y es un derecho que podría perderse sin que la sociedad se altere porque no hubo ningún periodista que contara las cosas como son.