En el aniversario de los atentados yihadistas contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el reverendo pentecostal norteamericano Terry Jones -un perfecto extremista hasta ahora desconocido- acapara portadas y titulares en todo el mundo alentando la quema masiva de Coranes en señal de reprobación al proyecto de construir una mezquita en las cercanías de la Zona Cero. La iniciativa ha generado tal eco mediático y tal caudal de protestas (incluso el presidente Obama ha debido intervenir), que finalmente Jones ha desistido de sus intenciones.
Cuesta aceptar que todavía tengamos una visión tan cerrada (y errada) acerca de lo que significan las religiones, cualquiera que sean sus signos, imaginerías o atributos. ¿Cómo ignorar que la fe en un ente divino o su ausencia influyen decisivamente en el modo en que las personas afrontamos la vida cotidiana? Un médico cristiano está en su derecho de negarse a practicar el aborto, por ejemplo. También ejerce un derecho si se posiciona en contra de la eutanasia. Pero tales posturas personales, que han de respetarse, no pueden impedir que se reconozca el derecho a abortar, ni que la reivindicación del derecho a morir dignamente encuentre de una vez suficiente respaldo legal e institucional. Esta es la delicada línea divisoria que separa la intimidad de la responsabilidad social. Puedo creer en aquello que mi educación, mi trayectoria vital o mi ignorancia me permita. Pero carezco por completo de legitimidad si mi propósito es imponer mi creencia a los demás.
El caso del predicador Jones recuerda en exceso a la quema de libros que organizó Hitler cuando al fin detentó el poder político con el apoyo decidido del electorado de clase baja, víctima propicia de la Gran Depresión de 1929 y profundamente decepcionado con la Socialdemocracia. Pero la pregunta, aún hoy, sigue sin respuesta: ¿por qué hemos de recurrir al fuego purificador cuando los demás nos contradicen? Jones, evocando los fanáticos vestigios de la Inquisición católica, aunque sin el mismo grado de crueldad, propone la proliferación de hogueras; el ejército israelita hace uso sistemático de modernos proyectiles ultrasensibles contra los campamentos de refugiados palestinos; y varios aviones de pasajeros se transformaron en antorchas humanas aquel once de septiembre de hace una década. Siempre será una verdad irrefutable que los extremos se tocan y muy pocos conocen que las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo y fe islámica) derivan en su génesis del mismo libro sagrado, y que la tripartición fue debida -cómo no- a un problema hereditario sin resolver.
En su libro 'El Dogma de Cristo', Erich Fromm escribe el siguiente párrafo: "En el cristianismo primitivo prevaleció la doctrina adopcionista, es decir, la creencia en que el hombre Jesús había sido elevado a la dignidad de un dios. Con el desarrollo continuado de la iglesia, el concepto de la naturaleza de Jesús tendió cada vez más al punto de vista pneumático: un hombre no era elevado a la dignidad de un dios, sino que un dios descendía para convertirse en hombre. ¿Cuál es el significado de este cambio? El cristianismo primitivo era hostil a la autoridad y al Estado. Satisfacía en la fantasía los deseos revolucionarios de las clases bajas. El cristianismo que fue elevado al rango de religión oficial del Imperio Romano trescientos años más tarde tenía una función social completamente diferente. Estaba, al mismo tiempo, destinado a ser una religión oficial tanto para gobernantes como gobernados. El cristianismo cumplió la función que el emperador no podía cumplir de modo tan completo: la integración de las masas en el sistema absolutista del Imperio Romano." Es más fácil temer a dios que enfrentarse a él (o a su inexistencia). La idolatría ardiente y la exaltación del credo por encima de los valores netamente humanos no sólo constituyen instrumentos de manipulación al servicio de los poderosos. Son también las vanas excusas de un mundo a la deriva que, en el fondo, ya no cree en nada.
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