En el transcurso de una entrevista a Marlon Brando en la terraza de su casa le preguntaron quién era en su opinión el mejor actor que había conocido. En ese momento se le acerca su pastor alemán a lamerle la mano y responde: “Tim -en alusión al perro-. Todas las mañanas se acerca y se mantiene a mi lado, cariñoso, fiel, hasta que le pongo su comida. A partir de entonces me ignora el resto del día. Todo el amor que me muestra es falso, interesado. Es el mejor actor que conozco”.
Lo cuenta todo con un aire de trascendentalismo, como quien tiene en su poder todas las respuestas a los misterios de la vida, y aprovecha para desvirtuar el valor extraordinario que damos a los hombres y mujeres que se dedican a su profesión, ya que, en realidad, todos llevamos dentro un actor o una actriz. Y pone ejemplos: “¿Cuántas veces te encuentras con alguien y le dices lo encantado que estás de verle con tu mejor sonrisa, y en cuanto se da la vuelta te dices menudo cabrón? ¿O ves a una amiga y le dices lo guapa que va y el bonito vestido que lleva, y después comentas que estaba horrorosa?”
Aunque lo dijera para desprenderse de la admiración reverencial de la que al parecer estaba cansado, Brando lo tenía claro, todos somos actores y actrices en nuestra vida diaria, y, además, lo hacemos muy bien, aunque pueda confundirse con la hipocresía. E incluso nos vemos plenamente facultados para asumir públicamente otros roles cuando llega la ocasión, aunque el propio Brando tendría que haber admitido que una cosa es actuar y otra diferente hacer de otro.
Este año, al finalizar la Cabalgata de Reyes en Jerez, en el acto de la Adoración al Niño, el encargado de representar al rey Melchor hizo al personaje prisionero de sus propias palabras cuando tuvo un recuerdo para “aquellos niños que por el egoísmo humano nunca conocerán la cara de sus padres, ni la de sus abuelos, y nunca nos escribirán una carta contándonos sus sueños (...), aquellos niños y niñas que nunca llegaron a nacer”. Dudo que los niños y niñas que estaban allí en ese momento, primero, prestaran atención a lo que estaba diciendo y, segundo, entendieran a lo que se estaba refiriendo, pero sí lo hicieron algunos padres y madres que han censurado el discurso antiabortista en mitad de aquella celebración familiar.
No encuentro justificación a la inclusión de ese párrafo en un discurso que, por otro lado, y en su conjunto, iba cargado de la emoción y singularidad del momento, difuminada ahora con la polémica posterior, pero respeto profundamente la opinión de quien así quiso expresarlo, aunque ni fuera el lugar ni el disfraz para hacerlo: aquí tienen este periódico para compartir con su puño y firma si están en contra o a favor del aborto, y que cada cual extraiga sus conclusiones o pase de largo.
Por eso mismo tampoco estoy de acuerdo con los que ahora pretenden reprobarlo públicamente, incluso en un pleno, como parte de esta deriva neoconservadurista que pone coto al lenguaje, al chiste y, en definitiva, a la libertad de expresión, dentro de uno de los más graves retrocesos que cabía imaginar en el avance de nuestra madurez democrática; entre otros aspectos porque quienes se muestran ahora como firmes defensores de la moral -sea lo que sea que entienden por eso- son herederos de quienes lucharon para derribar los muros de la censura franquista e incluso la eludieron con sentido del humor, como nos enseñó Berlanga, al que terminaron por tumbarle la página de un guión en la que solo se leía: Plano General de la Gran Vía al amanecer. El censor de turno concluyó: “Conociéndolo, es capaz de incluir en el plano a un cura saliendo de Pasapoga”.
El problema no es que alguien actúe y diga algo con lo que no podamos estar de acuerdo o nos parezca inapropiado, sino que se le persiga por ello, porque causa una merma en la autoconfianza de la propia sociedad en favor de algo mucho más peligroso, la autocensura, y ese camino, que recorremos con pasos hacia atrás, es en el que estamos.