Conocí hace algunos años el bar Faisán. Acudí allí, acuciado por algunas urgencias informativas, porque alguien me dijo que aquello era como el Rick's café, el mítico bar de la película Casablanca, en el que todo se compraba, todo se vendía –desde salvoconductos hasta el honor de una joven--, toda la información circulaba entre la barra, el piano y la ruleta de juego.
Algún aroma extraño percibí en aquel bareto nada elegante y, quise creer, muy conspirativo: ni su dueño, Joseba Elosúa, era simplemente el hombre de los recados económicos de ETA chantajeando a los empresarios, ni los parroquianos –algunos parroquianos– eran simples consumidores de potes. No era solamente cerveza o vino tinto lo que circulaba por el establecimiento: también había información, mucha información, a varias bandas.
Los años han confirmado aquella percepción. La lucha contra el terror es poliédrica, multipolar, equívoca. Si esa lucha se reviste de negociación –y negociación con la banda del horror siempre ha habido--, más aún. Me parece que algo de eso ocurrió con el chivatazo al dueño del Faisán, en el que un presunto policía le avisaba del riesgo de ser detenido. Ya digo: en la lucha contra el terrorismo hay demasiados encuadres, cabos sueltos, deseos de triunfar sobre el cerrilismo de los profesionales del terror, esos que nada entienden del sistema democrático.
Nada estoy justificando: el que la hace, incluso creyendo actuar para lograr un bien superior, la paga. Pero nada estoy presumiendo y, menos, condenando: no soy juez, sino mero periodista. Y, como periodista, los datos en mi mano hablan de una irregularidad grave (el chivatazo), de una mala instrucción judicial (la de Baltasar Garzón), de patinazos y demasías policiales y de imaginables, pero no comprobadas, complicidades políticas. Y de una negociación entre un Estado y una banda de forajidos, asesinos, ladrones, que actúan en nombre de una presunta ideología política.
Pero de los hechos fehacientes que barajo no puedo deducir ni que el actual ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, fuese el instigador del soplo, ni, menos aún, que detrás de toda la trama haya estado el presidente del Gobierno, Zapatero. Y, desde luego, en ningún caso me atrevería a afirmar, como ha hecho algún miembro de la oposición y no poco comentarista, que el Gobierno de España esté actuando al margen de la ley, que haya policías delinquiendo y jueces prevaricando.
Lo siento, pero no tengo estómago para poner en solfa del Estado de Derecho, ni para cuestionarme la marcha democrática de España, aunque siempre queden resquicios para una duda, para una crítica, porque las cosas ni se explican bien –pero ¿se pueden dar todas las explicaciones deseables en la lucha contra el terror organizado?– ni se hacen adecuadamente.
No acaba de gustarme Rubalcaba, lo confieso, porque tras su rostro demacrado hay respuestas que nunca afloran: demasiada información acumulada y no compartida en su cerebro, sin duda privilegiado. Pero es el mejor ministro del Interior posible en estos instantes: controla los instintos asesinos de la bestia y creo que hasta conoce sus próximos movimientos. Cuando llegó, echó al director de la Policía, Víctor García Hidalgo, que era, y es, el principal sospechoso de haber susurrado en el oído de Elosúa que lo iban a detener. Rubalcaba es eficaz como ministro de la policía: creo que ha nacido para eso, mucho más que para presidente del Gobierno.
Y, tras haber estudiado largamente el caso y hasta haber escrito un libro sobre el mismo, no puedo, honestamente, establecer su culpa directa –tampoco la de su secretario de Estado de Seguridad, Antonio Camacho– en el delito.
Quien pueda, con información sólida en la mano, que tire esa primera piedra. Me pagan por escribir mi verdad y me quiero creer en la independencia: tengo la impresión de que algunos están utilizando al faisán, rara avis de vuelo corto, carne dicen que deliciosa y plumaje vistoso, para propósitos políticos que más tienen que ver con las urnas que con la legalidad. Y eso, simplemente, es malo, muy malo.
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