Diagnosticaron un cáncer de mandíbula. Dijeron que era un cáncer de boca, un tumor masivo intra-oral. En la boca, esta clase de dolencia adquiere un significado especial de inmundicia dogmática. Freud lo sabía mejor que nadie. En los retratos de la época en que ya tenía encima la enfermedad su expresión es la de un hombre que intenta situarse por encima de una circunstancia adversa sin conseguirlo del todo. Se le nota siempre un hieratismo en las facciones, un rictus de fastidio propio del que soporta, a pesar de su actitud estoica, una violenta e inmerecida agresión. Esa rigidez también estaba influida por las prótesis de reconstrucción insertas en la cavidad bucal. Su pública venganza consistía en seguir fumando puros (una media de veinte diarios) hallándose en tan lamentable estado y padeciendo el sufrimiento producido por los artefactos implantados, los cuales le impedían hablar correctamente, hasta el punto de que a veces no se le entendía. Sin embargo, ¿qué era lo que había que entender? ¿Que la experiencia de la muerte de todo ser humano vivo consiste en percibir que antes de nacer todos estábamos muertos? ¿Que eso es la muerte; no solamente un no-ser sino, sobre todo, un no-estar aquí? ¿Era esta obviedad la que suplantaba al auténtico misterio?
La mejor crónica sobre Freud y su carcinoma está recogida en la novela Fin de las noticias del mundo (1982) del británico Anthony Burgess. Hablaré de ella en otro artículo porque su exploración exige un proceso aparte.
Los primeros síntomas de la enfermedad se manifestaron en 1921. Hubo más treinta intervenciones quirúrgicas, dolores constantes que en ocasiones eran absolutamente insoportables, un sinnúmero de incomodidades de todo tipo, como las continuas dificultades para dormir (¿soñaba despierto con el Apocalipsis bajo la forma de una horrible tempestad?), la limpieza de los componentes protésicos, la agitación nerviosa, etc. Pero Freud siguió trabajando incansablemente. “El rechazar los tratamientos analgésicos a base de morfina hasta los últimos días de su vida hizo que utilizara el dolor y la incomodidad como estímulo para tener más horas de vigilia” (Juan José Grau de Castro: Freud y el cáncer de boca. Patobiografía, 2011).
El incidente tuvo lugar en Nuremberg. Freud paseaba por la ciudad acompañado de su colega Sándor Ferenczi. Entonces, Freud ve a alguien que es su viva imagen, un auténtico doble, un doble perfecto, acontecimiento que el padre del psicoanálisis interpreta como un aviso de muerte o la premonición definitiva del eclipse. Según confiesa, ya había visto a esa misma persona en Nápoles, pero el encuentro de Nuremberg es la advertencia irrevocable, lo que sugiere la continuidad en Freud de una vertiente de pensamiento mágico, como en el caso de Jung, quien muy pronto había empezado a creer en fantasmas y fuerzas ocultas y a integrar estos elementos en su teoría del inconsciente colectivo, la cual Freud había estigmatizado como desviación mística. ¿Cómo designaríamos por tanto la credulidad de Sigmund Freud en el doppelgänger?
En los comienzos de su actividad profesional en Viena, Freud se había interesado por la hipnosis y la utilizó en su trabajo terapéutico, después de haber presenciado una demostración pública del célebre magnetizador Hansen y de examinar las tesis de la Escuela de Nancy, lo que significa que esa fascinación (es cierto que fue transitoria) por la pseudocientífica hipnología redunda en la veracidad de ese lado esotérico y ese oscuro estrato de sub-profundidad espectral del doctor Freud.
En su Autobiografía (1925) escribió: “El hipnotismo daba a la labor médica considerable atractivo. El médico se liberaba por vez primera del sentimiento de su impotencia, y se veía halagado por la fama de obtener curas milagrosas”; pero termina diciendo: “Más tarde descubrí los inconvenientes de este procedimiento”. Estas sombras angustiosas entran y salen de la ideología y la praxis de Freud transformándose a lo largo del recorrido evolutivo de sus teorías. Él pudo negar esas sombras, rebatirlas, conjurarlas, pero nunca borrarlas de su historial más secreto; un hombre más del lado de lo artístico que de la ciencia, excepcionalmente dotado para el uso literario de su lengua nativa y que poseía un poder de intuición privilegiado para el estudio de la conducta humana. Eso fue Sigmund Freud, a quien ahora veo instalado en la superioridad de los entes de ficción y a quien comparo con aquel personaje de Tomás el impostor, de Jean Cocteau: el doctor Verne, director de una casa de reposo para convalecientes, que hipnotizaba desde una ventana de su despacho a todo el personal que estuviera en el patio, y a uno lo hacía cojear, a otro toser y al de más allá andar a cuatro patas; y también lo asocio a Freud con il cavaliere Cipola, maestro de la sugestión, forzatore, illusionista, prestidigitatore, que aparece en Mario y el mago, de Thomas Mann.
Freud nunca dejó el hipnotismo; simplemente cambió de técnica. Colocaba al paciente decúbito supino sobre el inevitable diván y él se ponía por detrás para no ser visto. Freud fue el creador de la hipnosis oblicua, que se efectúa sobre la región parietal mediante radiaciones ionizantes emitidas, como es lógico, por un analista con facultades sobrenaturales.
Es Freud quien de una manera más explícita, penetrante y al mismo tiempo intolerable para la neurosis universal de los racionales, ha descrito, o más propiamente desvelado, la opacidad sin objetivo de la existencia entre las tinieblas de esas “reproducciones de trascendentes pero olvidados sucesos prehistóricos de la familia humana”. Por oposición a lo anterior, el hombre no ha cesado de inventar escapatorias imposibles: unas presuntamente naturales, como el sonambulismo, la amnesia, el amor, el odio o todas las variantes de la locura; y otras desesperadamente imaginarias, como la política, la economía, la religión, la filosofía, la literatura o el arte.