El profeta de Viena. Lo cuenta Stefan Zweig en El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, Barcelona, 2002): “Cuando busco un símbolo para el concepto de coraje moral —el único heroísmo en la Tierra que no reclama víctimas ajenas—, veo siempre ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros ojos de mirada sincera y serena”. Zweig admiraba a Freud. Ambos coincidieron en el exilio londinense, en aquel tiempo en que se preparaba la gran catástrofe. Los dos perderían a Austria para siempre. Zweig fue quizás el paradigma del intelectual europeo. Difícilmente se podía ser tan europeo como él lo fue: completo, convencido hasta la médula, inmerso en la Historia, ejemplo máximo de cultura, educación y sensibilidad. Hubo un momento en que Zweig vio con absoluta nitidez que Europa, espiritualmente, iba a desaparecer. Si hoy levantara la cabeza, se le pondrían lo pelos de punta al comprobar hasta qué punto llevaba razón en sus predicciones, derivadas de una increíble capacidad de análisis prospectivo, aparte de una excepcional lucidez para la percepción del dinamismo histórico. El profeta de Viena era Sigmund Freud. Zweig también era vienés, pero no profeta. La visión de Freud es más profética porque su obra, en el fondo, posee un sentido ocultista de universalidad en relación al ser humano, un signo de intuición no exento de elementos mágicos. Freud fue un gran escritor y un gran novelista, dicho sea lo segundo sin el menor matiz peyorativo. Freud deshizo mitos y tabúes y descubrió mecanismos esenciales de la psique (algo que, como ya se sabe, no existe; sólo existe el cerebro). Y verdades. Verdades como ésta que Zweig menciona en su libro, cuando habla de que a Freud lo habían clasificado como pesimista “porque negaba la supremacía de la cultura sobre los instintos. (…) La barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana”. La represión de los instintos: otro mito: o mejor, la falsedad natural y la realidad sociopolítica.
El suicidio de Zweig. En la ciudad de Petrópolis (Brasil), Zweig y su esposa pusieron fin a sus días, el 22 de febrero de 1942, abrumados por el fin de Europa y su cultura. Esa desesperación iba más allá del horror nazi. Zweig había localizado y evaluado el cáncer que empezaba a desarrollarse en el interior del Viejo Continente. El agotamiento de una civilización. Esa civilización europea que tanto (tantísimo) debe a los judíos. Zweig dejó escrito como explicación de su salida voluntaria de este mundo: “Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”. Recuerdo la lectura apasionante de la biografía de Fouché (Joseph Fouché. Bildnis eines politischen Menschen, Leipzig, 1929; Joseph Fouché. Retrato de un hombre político) espejo de políticos adictos al poder a toda costa. Zweig, que siempre desconfió de los gobernantes, lo retrata como modelo de hombre público por su perfecta inmoralidad y su arte camaleónico. El duque de Otranto sentó cátedra y creó escuela, sobre todo (consumado sofista) en el arte de la propia contradicción resuelta como virtud en la praxis política. Paradigma del gobernante maquiavélico, Fouché despertó en Zweig una cierta atracción (o seducción) en tanto que hombre de acusado y eficaz pragmatismo. Zweig sentía pasión por las personalidades fuertes y por la dimensión excepcional de las figuras históricas. En el fondo, reconocía el genio más allá de los convencionalismos. Las excelentes, y en algunos casos insuperables, biografías de Zweig destacan no sólo por su estilo, erudición y rigor, sino por el profundo conocimiento de la condición humana que el autor demuestra en las mismas.
Talleyrand y Fouché. Interesante pareja. Así los describe Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba (1848, póstuma): “Se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen, M. de Talleyrand andaba sostenido por M. Fouché; la visión infernal pasa lentamente ante mí, se introduce en la cámara del rey y desaparece”. En Francia ya reinaba Luis XVIII. La ignorancia de la Historia en la actualidad es espeluznante. Todo lo que hay que saber sobre las miserias del poder está, entre otros lugares, en las páginas de los buenos historiadores.