Una de las claves que impulsaron a la literatura durante el período de la Ilustración -y que acentuara después el Romanticismo- fue el de su poder sanador. Utilizada como incomparable remedio contra cualquier sometimiento, se convirtió en un instrumento de justicia y tolerancia que contribuía a la libertad y a la responsabilidad moral del individuo. (Así lo recuerda Antoine Compagnon en su reciente ensayo “¿Para qué sirve la literatura?”, Acantilado, 2009). Leyendo -y releyendo con sincera admiración- la antología que Pedro Sevilla acaba de publicar en la editorial Renacimiento, han venido a mi mente estas anotaciones del citado pensador francés.
Bajo el título de “Todo es para siempre”, el escritor arcense nos ofrece una espléndida muestra de su trayectoria poética, en un volumen que ha seleccionado y prologado Enrique García-Máiquez.
A excepción de su primer poemario, “Y era la lluvia, amor” (1990), se recoge aquí y ahora la esencia de la obra lírica que Pedro Sevilla ha ido vertebrando con rigurosa coherencia. Su verso, ajustado a los ritmos y las tonalidades que toda buena poesía debe llevar implícita –¡ay, de aquellos que postulan un ritmo interno y propio!-, se anuda a una temática clasicista y a un discurso de compleja sencillez, que deviene en un ejemplificante ejercicio de autenticidad. Hombre culto, romántico e ilustrado, Pedro Sevilla optó siempre por el camino de la “libertad” y “la responsabilidad moral” para dar rienda suelta a sus sentimientos, a sus inquietudes a sus desvelos, a sus dichas y su fiel melancolía: ”Cómo habré de salvar ahora con poemas/ la luz de aquellos años si su brillo/ no brotaba del cielo, sí de mi corazón,/ luminoso y alegre por entonces”.
A sus tres poemarios editados entre 1992 y 2002 -“Septiembre negro”, “La luz con el tiempo dentro” y “Tierra leve”- se le suman en este florilegio diez inéditos que confirman el buen estado de salud poética por el que sigue atravesando el poeta gaditano.
Porque Pedro Sevilla crea con su verbo de encendida nostalgia, un universo donde caben la ironía y el confesional intimismo (“He olvidado tu nombre,/ pero la roja herida de tu luz/ cada vez más difusa en las noches de marzo/ persiste en la memoria como emblema de la hermosura/ que es misteriosa y pasa, igual que tú”) y en el que sabe conjugar la honda reflexión con la alegórica búsqueda de su propia identidad (“Ha habido que morir para aceptar la vida”).
La sagrada infancia, la ardiente adolescencia, las calles blancas de su pueblo, el aroma familiar, los protagonistas vitales y literarios que le ayudaron a crecer, el amor ganado en pie de guerra, un crepúsculo de agosto, un sol grande y distinto que ilumina la realidad y el sueño de la existencia, el incesante latido de la muerte…, van trazando los perfiles de estas páginas que celebran los sólidos territorios de la memoria: “Un caracol que cruza el frío mármol/ de una tumba olvidada/ una vacía tarde de domingo./ Y también estos ojos que lo miran cruzar”.
Un antología, en suma, para siempre llevarla cerca, aferrada a la mano o al corazón. Y que da fe del hombre bueno y del buen poeta que hay delante y detrás de estos versos, de estos pedazos de fe. Y de vida.
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