El otro día, con esto de las compras navideñas, tuve un momento de reflexión en la cola que se había formado en un centro comercial.
Al igual que la gente corriente disfruta en estas fechas gastando el dinero en ropa de marca, patas de jamón, botellas de vino o lotería de Navidad; yo lo hago comprando libros de forma compulsiva (y casi repulsiva). Aquella mañana de la que les hablo estaba dispuesto a comprar todos los libros que tenía pensado para los regalos del día seis. Así que me duché, me tomé un café, me puse el jersey de cuello alto para parecer una persona interesante y cogí el coche camino a una de las librerías de toda la vida.
Cuando llegué a las puertas y vi que estaba cerrada (cerrada no de abrir a los cinco minutos, si no de tener los escaparates tapados con papel de periódico y la estanterías vacías) me quedé un rato allí de pie, con un pellizco en el estómago como si de alguna manera el negocio también hubiera sido mío. Como si ver que una librería tiene que recoger sus cosas y echar el candado fuese una advertencia, un recordatorio de que la lectura cae en picado, que la gente no compra libros, que vender literatura no es buen negocio y que raras veces da para comer.
Sé, que quizá, este siendo un poco drástico, pero no os miento si digo que realmente sentí pena al ver que aquella librería no volvería abrir sus puertas. Al ver que las letras había perdido, una vez más, otra de sus batallas.
El caso es que, como aún tenía que comprar los regalos de Navidad, me acerqué a un centro comercial que estaba cerca de la zona y entré en una de las librerías de las grandes superficies.
Allí fue donde encontré todos los títulos que estaba buscando para regalar. Me los puse bajo el brazo, fui hasta el final de la cola (a unos doscientos metros del mostrador) y en esos cuarenta minutos de interminable espera y sufrimiento, fue donde me asaltó la imagen de la pequeña librería cerrada. Fue allí donde me sobrevino la certeza de que la las grandes superficies están ahogando a los negocios familiares. La sensación de que todos van directamente a los centros comerciales, para matar diez pájaros de un tiro y ahorrarse de vueltas innecesarias (allí está todo en un mismo lugar). La gente prefiere gastar su dinero en las grandes superficies, aunque todos sepamos que al pequeño empresario le hace más falta vender libros para llevar de comer a casa.
Aquello comenzó a darme vueltas a la cabeza y me recordé a mi mismo que el ser humano es un animal de nacimiento. Que somos egoístas por iniciativa propia, que ya ni en Navidad nos acordamos del prójimo, que todo se resume a la comodidad de uno mismo y al ombliguismo.
Estaba comenzando a plantearme soltar los libros e irme a otro lugar cuando de pronto, me di cuenta de una cosa: Toda la gente que tenía delante mía (y los que comenzaban a apelotonarse a mi espalda), después de todo, estaba comprando libros.
La literatura se sigue vendiendo.
Y eso sirvió para olvidarme del pequeño empresario, del otro y del de la moto.
Yo, ya tenía excusa para seguir escribiendo.