En 2001, odiseas en el espacio aparte, la moda imperante en la Tierra incitaba a lucir tatuajes tribales sobre los oblicuos y flamantes vinilos en el capó de los coches. Era el apogeo de la era del “tuning” y The Fast and the Furious lo corroboraba convirtiéndose en la película insignia de toda una generación.
Una generación que, sobradamente preparada para la desilusión y la resignación, llegó a renegar de ello casi tanto como de las fotos antiguas de Tuenti y redes sociales similares. Hasta que llegó Justin Lin para cambiarlo todo.
Para poder entender el fenómeno de la saga A Todo Gas es necesario recalcar la entrada triunfal del director chino-estadounidense en la misma a partir de la tercera entrega: Tokyo Drift (2006) y, sobre todo, el giro genial que estableció en Fast Five (2011) para convertir el placer culpable de una generación avergonzada de su época cani en un entretenimiento mayúsculo irrechazable, no solo para esa misma generación, sino para todas aquellas generaciones venideras sedientas de dosis periódicas de espectáculo tan asequibles como disfrutables.
Por tanto, que The Fate of the Furious (2017), octava entrega de la saga, se haya convertido en el mejor estreno de la historia del cine no debería, a priori, sorprender a nadie.
El problema surge cuando el impresionante récord de taquilla (532 millones de dólares en el fin de semana de su estreno) coincide con los mayores signos de desgaste de la saga.
La cinta, un importante paso atrás con respecto a sus predecesoras, llega a convertirse por momentos en la oveja negra de la familia, sobre todo cuando se atreve a pecar de aburrida por reiteración inútil de trucos narrativos; propuestas formales planas y artificiosas; y subtextos explícitos que se han quedado obsoletos por pura desatención de los responsables.
Un segundo acto bochornoso, en el que el CGI toma las riendas de la acción protagonizando una “set piece” memorablemente vacía de vida e interés, casi acaba con la cinta de F. Gary Gray.
Sin embargo, su clímax final, tan despreocupadamente absurdo como grandioso y alocado, aúna el carisma palpitante de Vin Diesel, Jason Statham, Dwayne Johnson y Charlize Theron en pantalla con unos momentos puntuales de humor tronchante y una autoconsciencia tan inocente y valiente que llega a resultar enternecedora, lo que salva a la película de ser repudiada como ese primo lejano tuyo al que no soportas ver en Navidades.
Resulta evidente que se echa de menos a Brian. Y a Paul más, claro. Como dice un gran amigo mío: “Octavas partes nunca fueron buenas”. Quedan dos más.
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