El 30 de mayo de 1985, el niño Alfredo Aguirre, de 14 años, volvía a su casa en el centro de Pamplona. Su madre llegó a escuchar cómo su hijo llamaba al telefonillo. En ese momento, un terrorista de ETA decidió apretar el botón de la muerte. Una bomba escondida al lado del portal acabó con su vida y con la del policía Francisco Miguel Sánchez, a quien iba destinada. “Godo no te vamos a olvidar nunca” fue la frase que sus compañeros de clase escribieron en la pizarra el día de su asesinato. Nos lo recuerda el periodista José María de Irujo, uno de los periodistas de investigación más brillantes, en un capítulo de la emblemática serie Ochéntame de la televisión pública.
Ese programa trata de los años de plomo, la década terrible en la que ETA explotaba coches bomba y asesinaba despiadadamente de forma brutal tanto en el País Vasco como en otros puntos trágicos de España: Barcelona, Zaragoza, Madrid. Otegi todavía no rendía culto a la figura de Casanova en días feriados del nacionalismo catalán ni los conspicuos seguidores de esa nueva fe se hacían selfis junto a él. Tampoco Ternera había pactado con el inefable Carod Rovira una tregua gratuita de la organización terrorista en territorio de los Países Catalanes. Tregua revocada con el asesinato en Mallorca de dos guardias jóvenes, aunque, claro, tratándose de guardia civiles quién sabe si el líder de ERC los había dejado fuera del acuerdo.
La insana metodología del crimen sesgó muchas vidas. A veces cometemos el error de decir que algunas de ellas son inocentes, como si las otras fuesen culpables. Todos los encañonados y muertos por el efecto destructor de una bomba son inocentes del crimen del que se les acusa. O quizá sean culpables. ¿Podemos decir que su culpa era la de vivir en libertad? Sí. ¿Podemos decir que su culpa era pasar por ahí? Sí. ¿Podemos decir que su culpa era trabajar por la seguridad de los demás? Sí. ¿Podemos decir que representar democráticamente a su pueblo fue su culpa? Sí.
ETA anuncia ahora en Gara algo indefinido transcrito con su retórica habitual, la que quedó tan maltrecha después del abandono de la tregua y el asesinato de Estacio y Palate, los dos ecuatorianos que tuvieron la culpa de aparcar en el parking de la T4 madrileña. Pero todos sabemos que esa retórica caducó, que el lenguaje ya no ampara los crímenes violentos y la sed de sangre insoportable. Ya no hay sustrato político para el salvajismo, ya no hay nada más que muerte y se acabó.
Sabemos, por fuentes oficiosas, que ETA anunciará su disolución definitiva bajo el eufemismo de la ‘desmovilización’, como las FARC. Sabemos también que puede que lo hagan el día de San Ignacio de Loyola, a quien seguramente pidan amparo los autores de la disolución y con ellos todos los presos y criminales de la banda en la perspectiva de una vida miserable en la tierra y una condena eterna en el infierno. Tic Tac…