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Tabernas y tabernáculos

En primavera paseas por el campo y está lleno. O te cruzas romerías o con las cuadrillas limpiando la basura que dejan...

Publicado: 03/06/2018 ·
23:19
· Actualizado: 03/06/2018 · 23:19
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Autor

Jorge Molina

Jorge Molina es periodista, escritor y guionista. Dirige el programa de radio sobre fútbol y cultura Pase de Página

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Una mirada a la fuerza sarcástica sobre lo que cualquier día ofrece Sevilla en las calles, es decir, en su alma

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En primavera paseas por el campo y está lleno. O te cruzas romerías o con las cuadrillas limpiando la basura que dejan, sin duda debida a la turbación propia del sentidísimo fervor, que los periodistas más locales nos han contado con su rico vocabulario místico/rural. A su paso, el de las cuadrillas, vuelve a oler a romero y se escucha a la naturaleza.

La romería del pueblo se me asemeja a la playa de nuestra infancia: hubo un tiempo en que tenía encanto, cuando no ocupaban cientos de miles de festeros el espacio donde viven los sueños de niño. Pero, amigos, la felicidad a cierta edad puede ser cualquier cosa. Lo juro.

Fíjense en los grupos en bañador que aplauden sobre la arena la puesta de sol. Beben mojito en vaso de plástico, intentan sujetarse el pelo con unas gafas oscuras, y comunican a su pareja con un beso cuánto la aman. Al fondo, el chiringo exhala ‘regaeton’, perfecto complemento de la sublime belleza del lingotazo crepuscular. Felicidad.

A la misma hora, sólo los raros aplaudirían la puesta de sol en el Rocío. Adorar al sol genera un repelús pagano. Los cantes a gritos y el humo de los fritos se pierden en la troposfera. Felicidad.

Y nada de dudar. Las convicciones deben ser castizas, cantables, gritables; si no, para qué.  Celebremos vivir en el lado adecuado. Palomas blancas y gaviotas levantan el vuelo por el ruido en romerías y playas y creemos que se trata de un símbolo de armonía. Pero sí algo une: las bengalas del rosario nocturno de los fieles y las luces del chiringo playero nos dirigen la mirada hacia el mismo lugar: en la basílica se llama tabernáculo y, en la playa, taberna.

En Jerez, en el oloroso silencio de un tabanco, me revelaron el origen idéntico de ambas palabras. Ya no me apoyo en una barra sin dar gracias a la naturaleza por los bienes que voy a consumir; ni miro un sagrario sin reparar en que el mosto que atesora lo enraíza con la naturaleza.

La duda es de infelices. La silenciosa certeza de que nada es absoluto no sirve para ir de romería, a un chiringuito, ni a por tu sueño, añadiría un ‘coach’. Lo más, permite pasear solo por senderos que quedaron vacíos, por calas al fin abandonadas, y por la ciudad los días en que tantos marchan a playas y romerías. Eso sí, los sevillanos que actúan de tal guisa sufren el castigo abrasador que merece el raro. En los ardientes atardeceres de verano, buscan la sombra de Cernuda, Machado o Bécquer, pero no la hallan, pues no regresaron. Así que recurren a frescas tabernas y tabernáculos. Felicidad.

 

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