Repasemos los hechos. Aquarius, una embarcación con más de seiscientos inmigrantes a bordo, se dirige hacia Italia. El nuevo e inédito gobierno italiano, constituido por la Liga Norte y el Movimiento Cinco Estrellas – agua y aceite, como si Vox y Podemos se unieran aquí -, le niega la entrada, con lo que los embarcados quedan a la deriva. Nuestro flamante presidente de gobierno ofrece de inmediato los puertos españoles para acogerlos, obteniendo, al tiempo, el beneplácito resignado de Bruselas y el saludo aliviado y cínico de una Italia confundida y angustiada. Y hasta aquí la secuencia de lo acontecido, puerta cierta a un debate de importantes consecuencias. ¿Hemos hecho bien al abrir nuestros brazos con generosidad o, por el contrario, se trata de un error que no hará sino abonar el efecto llamada que anime a otros muchos a intentarlo?
En principio, y moralmente, Salvini, el todopoderoso ministro del interior italiano, es un malvado. Pero políticamente, de puertas adentro, un lince. Su popularidad se ha disparado tras negar a Aquarius atracar en puerto italiano. Era el gesto que deseaba la población: mano dura con los inmigrantes, para eso lo votaron.¿Qué es antes el huevo o la gallina? ¿Quiénes son más miserables los votantes o los votados? Pero Matteo Salvini no se queda ahí. Para exaltar su decisión, decide humillar la nuestra.“Victoria – escribió exultante tras conocer la decisión del gobierno de España -. 629 inmigrantes a bordo del barco Aquarius en dirección a España. Primer objetivo logrado", para jactarse después, henchido de cínica soberbia, de que el problema del barco “se ha resuelto gracias al buen corazón del Gobierno español”. Sin duda, pronto añadirá: “Y si quieren más, les enviaremos los que nos vayan llegando, así todos contentos. Ellos, los españoles con su ingenua y hermosa solidaridad y nosotros, los italianos, con nuestra tranquilidad”.
¿Podemos dejar a la deriva a seiscientas personas hacinadas en una embarcación? Es evidente que no. ¿Podemos recoger a todos los barcos que se lancen al mar? Tampoco. Sería una irresponsabilidad de consecuencias imprevisibles. ¿Qué debía haber hecho Sánchez, entonces? Pues, dado que el problema tiene magnitudes europeas, debería haber cubierto su decisión bajo el manto de Bruselas. Acogerlos, sí, pero porque Bruselas lo ordenaba. Así hubiera ayudado a cimentar una inexistente autoridad europea en la materia, al tiempo que colaboraba en solucionar un grave problema humanitario. Al anticiparse, con urgencia de foto solidaria, envía una señal equivocada a Italia, a Bruselas y a los cientos de miles de jóvenes africanos deseosos de encontrar un futuro hoy negado en su propia tierra. No es buena consejera la prisa por el photocall del buen samaritano. Sánchez hubiera podido obtener su foto, pero con un comisario al lado. El problema no es nuestro, el problema es europeo.
Europa no podrá quedar encerrada tras sus vallas de alambre de espino. ¿Qué hacer entonces? ¿Abrir fronteras y estimular un efecto llamada que atraería a multitudes de necesitados? ¿Aislarse por completo aún a riesgo del comportamiento criminal e inhumano de dejar morir a los necesitados ante nuestras propias puertas? El asunto es complejo y peliagudo, desde el punto de vista moral, de seguridad, económico y geopolítico. No podemos, al modo avestruz, cegar nuestros ojos. Desde luego, lo peor sería no hacer nada. Y el hacer algo conlleva siempre una premisa previa. Dado que el problema afecta a Europa entera, deberían ser las instituciones europeas las llamadas a coordinar y tomar las decisiones desde Bruselas. Eso es tan fácil de decir como difícil de cumplir. Y a los hechos nos remitimos, tras conocer el sistemático incumplimiento de los compromisos de reparto de los refugiados sirios.
Más Europa es la única solución para gestionar un fenómeno que puede alcanzar dimensiones inimaginables hoy. Sánchez, con sus prisas por ganar el título solidario, ha perdido una oportunidad para reforzar la autoridad europea en la materia. Aprendamos la lección, porque otros muchos barcos llamarán a nuestras puertas.