Diario de un jubilata
Somos de lo que hay, porque cómo nosotros hay muchos más de lo que creemos. Si, porque nos gusta tanto ser distintos que no reconocemos que, también en esto, somos del montón.
Cuándo nos ocurre cualquier incidencia tendemos a magnificarla, sin reparar que, en cualquier rincón, pasa lo mismo y el común de los mortales, incluso los próximos, ignoran nuestra incertidumbre tal y como hacemos nosotros con quienes nos rodean.
Porque está claro que no queremos saber nada de problemas. Acostumbramos a justificarnos con eso de que cada palo aguante su vela. Y, naturalmente, no somos justos, ni equitativos, ni caritativos. Al fin y al cabo, concluimos, nadie nos da ni un soplido en un ojo. Y, debo decirlo pronto: tenemos lo que nos merecemos, aunque hay veces que la realidad nos supera y personas que ni conocemos acaban dándonos lecciones de entrega y de ayuda.
Hace años, y por esto hemos pasado todos, tuve que vivir el día a día a pié de cama en el hospital. Fue una estancia larga porque nadie se muere cuándo quiere y allí, en turnos eternos y agotadores, velamos mi familia una lenta agonía -siempre un poquito peor- y coincidimos con personas a los que nos unió la preocupación y el dolor.
Es increíble cómo vincula la enfermedad. Ninguno estábamos familiarizados con la muerte ni sus prolegómenos y allí en aquella habitación se iba cumpliendo inexorablemente ese tiempo que se eterniza -no anda el reloj- y la conversación y los pequeños favores (“vete a tomar café que yo estaré pendiente”. “Bueno, ahora te toca, ve tranquila”) van creando un clima de familiaridad perfecto. Es una demostración de solidaridad, de compartir inquietudes e incluso lágrimas. Noches enteras escuchando una respiración ronca, de estar pendiente del gotero, de la comida y de tantas atenciones cómo requiere una persona desvalida solo tenía el mutuo consuelo que compartíamos con familias hasta entonces desconocidas.
Hasta entonces y después de que pasara todo. No creo que sea por edad pero no me acuerdo de casi nadie. Hoy me he cruzado por la calle con una señora cuya madre murió allí al lado. Nos hemos mirado e intercambiado un adiós como con prisa. Yo, ahora, soy incapaz de recordar su nombre. Posiblemente a ella le ocurra otro tanto. Pasaron las penas y volvimos a nuestras vidas. Tan distintas, tan ajenas. Porque somos de lo que hay, y eso salta a la vista.
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