El ser humano lleva más tiempo organizándose sin estado que con él. De hecho, en su hora más difícil prevaleció sobre la noche, las bestias y el hambre a través de la organización espontánea, el apoyo mutuo y la cultura heredada de voz en voz, de pintura rupestre en pintura rupestre.
Por si alguien lo pregunta, no hemos dejado de hacerlo. El estado es un fabricante de organización y leyes, sobre todo de leyes, un coordinador de los modos en que deben ser explicadas y cumplidas, un viejo chamán que ve a través de los ojos de sus funcionarios como si fuesen espíritus. Los funcionarios son minoría. El pueblo es enorme y se deja organizar por muchos más motivos aparte del miedo a la sanción o la cárcel; lo hacemos mientras nos parece bien y hasta que nos lo deja de parecer. La organización espontánea, el apoyo mutuo y la transmisión directa de la cultura están en nuestra genética hasta tal punto que suponen la mayor parte de lo que hacemos, de nuestro modo de relacionarnos. Por eso el neoliberalismo en muchas ocasiones quiere confundir las cosas intentando equiparar la iniciativa humana con el capital privado.
El gran capital necesita de un estado que lo proteja, la iniciativa humana, no. Los grupos ecologistas, las peñas carnavaleras, las peregrinaciones al Rocío, los grafitis, los hashtags… todo eso, incluso la propia creación de un estado con sus leyes, surgen de la capacidad humana de organizarse sin que nadie se lo ordene.
Calor en la noche, repartiendo alimentos, mantas y humanidad, con su extraña mescolanza de voluntarios de izquierdas y derechas, es anarquía pura, poesía humana en movimiento, por más que ellas y ellos no lo sepan. Hijos todos de la anarquía. Porque la anarquía no es la destrucción del estado, sino todo el tegumento, la circulación no tutelada, el 99% de la actividad que no pide permiso para comenzar, sino tan solo para seguir existiendo. Regulada, quizá, bajo unas premisas de coordinación que pretenden que todo lo humano que es aceptable sea al mismo tiempo legal, y todo lo inaceptable sea al mismo tiempo ilegal, premisas de coordinación que a veces son desactualizadas, sordas, ciegas y mudas, todo puños y sellos; pero premisas humanas, al fin y al cabo.
La anarquía no se esconde del estado donde este no llega; el estado, también, es un hijo de la anarquía. Enorme, eso sí, una inercia muy fuerte allí donde es fuerte, ingobernable si no es con una muy severa revolución. Por eso los anarquistas también nos preocupamos por el estado, por este hijo más musculoso que sus padres y madres, y con nuestras herramientas lo enderezamos cuando hace legal lo inaceptable, por eso los anarquistas nos preocupamos de que el fin último de una huelga sea el cambio de una ley, porque el estado es una de las herramientas que inventamos para sobrevivir a las bestias, la noche y el hambre; el fuego; y, como el fuego, puede matar. O salvar vidas.
Anarquistas son todos los espíritus solidarios que hacen el bien aunque nadie mire, aunque nadie los premie. Anarquistas son todos los políticos progresistas, porque entienden que la ley, uno más de nuestros instrumentos de progreso, solo tiene una finalidad honrada: permitir la organización espontánea, el apoyo mutuo y la transmisión heredada de la cultura. Así pues, bienvenidos todos a mi templo, la casa del bosque y las estrellas; aunque escuchéis mi nombre y me señaléis con miedo, sois mis hermanos.