Jung estuvo vinculado a Sigmund Freud durante un período de aproximadamente seis años, comenzando en 1907. Pero en esos años su relación se volvió cada vez más complicada. Cuando se produjo la ruptura definitiva del contacto en 1913, Jung se apartó de muchas de sus actividades profesionales para reconsiderar intensamente su trayectoria personal y profesional. La actividad creativa del Libro Rojo (Rote Buch) —al que Jung llamaba Liber Novus, elaborado con materiales recogidos en las anotaciones de los Libros Negros (Schwarzen Büchern)— se produjo en este lapso, desde 1913 hasta 1917, aunque la redacción de la obra alcanzó el año 1930, siendo ésta el fundamento de todos los trabajos posteriores de Jung.
Los biógrafos y los críticos no se han puesto de acuerdo sobre si estos años cruciales en la vida de Jung deben verse como “una enfermedad creativa”, una fase de introspección, un brote psicótico o simplemente una locura. Anthony Storr, reflexionando sobre el propio juicio de Jung de que estaba “amenazado por una psicosis” en este tiempo, concluyó que la etapa representaba un episodio psicótico, pero según el experto y devoto Sonu Shamdasani, la opinión de Storr es insostenible a la luz de la documentación disponible actualmente. El mismo Jung declaró que: “Para el observador superficial, parecerá una locura”.
Los que no admiten la psicosis de Jung aducen que en dichos años en los que éste se dedicó a su “trabajo nocturno” en el Liber Novus, continuó con sus actividades diurnas sin un deterioro evidente, mantuvo una práctica facultativa uniforme, atendiendo a un promedio de cinco pacientes al día, dio conferencias y escribió y permaneció activo en asociaciones académicas. A lo largo de esta época, también intervino como oficial en el ejército suizo y estuvo de servicio a lo largo de varios plazos prolongados entre 1914 y 1918 en la Primera Guerra Mundial. Los adeptos de Jung suelen rozar con frecuencia el fanatismo: o con Jung o contra Jung; sin términos medios. El psiquiatra suizo es el preferido de los elementos afectos al esoterismo, a las ciencias ocultas, a los dominios herméticos; el favorito de los amantes del irracionalismo, las interpretaciones mistéricas de los hechos, el orientalismo y la paranormalidad. La psicoterapia junguiana permite a sus seguidores usar con total libertad la fantasía y el desmadre críptico en su praxis, lo que constituye un singular atractivo metodológico. Hoy, cuando la psicología se ha transformado en una disciplina realmente científica y por lo tanto de base biológica y orgánica, tanto las corrientes freudianas, junguianas como lacanianas, se hallan en franca decadencia.
Jung se refirió a su aventura imaginativa o visionaria de estos años como “mi experimento más difícil”. Este experimento implicó una confrontación voluntaria con el inconsciente a través del compromiso con lo que él denominó más tarde “imaginación mitopoética”.
Pero, ¿padeció Jung efectivamente una perturbación mental o fue algo inventado por él mismo como acrobacia ingeniosa de su mitopoiesis? El historiador de la Medicina Shamdasani niega, como sabemos, esa fase psicótica. ¿Fue hipnotizado Jung por un esbirro de Freud? ¿Probó (sin confesarlo) algunos alucinógenos? Las voces que oía y las imágenes que veía eran percibidas como verídicas, lo que introduce el causalismo de una vivencia mística, tan mística como la del Führer, al que Jung había definido como un chamán enteramente sometido a su voz interna, intermediario entre el mundo espiritual y los hombres y canalizador de las energías trascendentales hacia el mundo físico. Hitler, su nación y su pueblo. Hitler, Alemania y los alemanes formaban un triángulo esotérico perfecto; de ahí que para el pueblo alemán el Führer fuese “nuestra Juana de Arco”. Nunca mejor dicho, e incluso más, ya que las voces de la santa francesa, de Hitler y de Jung eran indefectiblemente las mismas (siempre lo son, esas voces de los enfermos y los santos), fatalmente anfibológicas en la indistinción de su procedencia, porque esa bifrontalidad sobrenatural no era la prorrogable yuxtaposición de dos fisonomías, la divina y la diabólica, sino que se trataba de una voz única exhalada por una equidad absoluta e inaprehensible de Dios-Diablo o Diablo-Dios que ya anonadó a Juana en su calvario y después ofuscaría a Hitler con su Reich de los mil años y a Jung en su descalabrada epopeya de larvas, fetiches, hipogrifos y marimantas. Nada quedó elucidado en el controvertido juicio de Santa Juana, contando con la adulteración política por la parte inglesa, y francesa pro inglesa, y con las versatilidades y desalientos de la Francia de los Valois y Carlos VII le Bien-Servi. La jovencita guerrera estuvo siempre bastante desnortada, aun creyendo celosamente que sus voces eran las de San Miguel Arcángel, Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía, ambas mártires; pero bien conocidas son las pericias y malas artes de los demonios para usurpar las personalidades de las criaturas celestiales. De hecho, el claustro de La Sorbona, los ingleses, y los franceses partidarios de la dinastía inglesa, fueron ensombrecidos por la malicia de la intrusión en la querella de un enviado del Infierno que, entre sus pujantes e imperecederos poderes, estaba el de ser un portentoso ventrílocuo y simulador inigualable de las eternidades, superdotado para hacerse pasar por cualquiera que le apeteciese, desde los dioses de los monoteísmos hasta los panteones politeístas y todas las naturalezas sobrehumanas, humanas y animales. L’affaire de Rouen iba complicándose más de lo razonablemente previsible y se encareció como un apartado medular de aquel parque temático que fue la Guerra de los Cien Años. Las tretas y bellaquerías del ministro satánico atraparon a todos los actuantes del pleito haciéndoles perder la cordura con las fastidiosas voces y los barruntos sobre la brujería de Juana, a quien el mentado maligno condujo primero a dudar de sus contactos sobrenaturales y luego a un miedo cerval por ser quemada y reducida a cenizas. Hasta el último instante Juana esperó la liberación que sus voces le habían prometido, por eso cuando le comunicaron la condena se quedó de piedra y luego casi enloqueció. Su frase más enigmática fue “tengo la voluntad de creer”, y es que la sublimidad del misterio de Juana de Arco está en que, como declaró Robert Bresson, “saca a la luz la noche profunda en la que nuestros actos se realizan de ordinario”. Es ocioso puntualizar que todo lo que se ha escrito sobre la Pucelle ha sido una desinteresada incursión metafórica deducida de una mentalidad ultra-religiosa y lunática encuadrada en el convulso siglo XV, si bien hay que ratificar la movilidad de una desazón auto-escéptica que hace pensar que algo de aquel acuciante desacato podía ser auténtico; pero también puede achacarse a la fatiga cerebral, retomando el infrangible fisicalismo de ciertos puntos de vista. Y sin embargo... esos repentinos desequilibrios no acaban de desvanecerse y allí perseveraban como si la iniquidad fuese, sin prisa pero sin pausa, inundando el espacio y el tiempo con su impalpable y silenciosa presencia. La sagacidad del embajador infernal —reanudando las peripecias de Santa Juana— extrajo del percance un acta acusatoria cuyas cláusulas se asemejaban al inventario mágico de Jung; la niña fue acusada de nigromancia; de haber ofrecido su armadura en Saint-Denis para ser adorada como una reliquia; de esconder una espada en la iglesia de Sainte-Catherine-de-Fierbois para hacer como que la encontraba por revelación de las voces, espada que sería la de Charles Martel, el héroe de Poitiers; se le acusó de haber puesto un sortilegio en su anillo, en su estandarte y en la espada marteliana para salir siempre vencedora en las batallas, y de llevar en su seno una mandrágora para que le proporcionarse buena suerte y riquezas. Armadura, espada, anillo, estandarte y mandrágora fueron los arquetipos pre-junguianos de Juana de Arco, quien subió a la pira inquisitorial persuadida de que sus voces venían de Dios, pero también un tanto desengañada por no haber sido absuelta del fuego tal como esas voces le habían pronosticado. ¿Nunca sabríamos de quién o quiénes eran las voces que oyeron Juana, Jung y Hitler? Forcejearíamos con nosotros mismos por revalidar el carácter alegórico de aquellas anormalidades. La voz del Führer también le había mentido con el Reich milenario y una Alemania invicta. Del doctor Jung no se tenía constancia de ningún fraude provocado de sus voces; es más, ellas —y los espejismos— incitaron sus estudios sobre el inconsciente colectivo, la imaginación activa y esas “otras cosas que en el alma ocurrían por sí mismas como teniendo vida propia”; es decir, la ultima ratio de toda su obra...
Como escribió Borges en ‘Biografía de Tadeo Isidoro Cruz’ (El Aleph, 1949): “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.