A lo largo de sus tres primeras temporadas, una de las claves del éxito de Stranger things pasaba por establecer un marco emocional con capacidad para hacer confluir tanto a la nueva generación de adolescentes, como a los que lo fueron o vivieron de alguna forma los primeros años ochenta. La serie supo generar una doble empatía en la que el espectador conectaba tanto con sus protagonistas preadolescentes, como con el ambiente, la época, la música, la estética y el contexto de una época que aún conserva toda su esencia en buena parte del cine comercial estadounidense de aquellos años.
A partir de ese eclecticismo, a ratos casi recalcitrante, los hermanos Duffer levantaban una historia fantástica y emocionante que hacía disfrutar al nuevo público y rejuvenecía por completo a los espectadores que captaban cada guiño y cada señal referencial, no solo en torno a las películas de entonces -de ET a Cazafantasmas-, sino al espíritu de entonces, condicionado aún por los últimos años de la Guerra Fría -los rusos vuelven a ser los malos, aunque no los únicos-.
Todo eso permanece, en cierto sentido, en la doble temporada final de Stranger things, pero la serie, como sus protagonistas, también se ha hecho mayor, y se aprecia una notable evolución, una intencionada madurez, que pesa tanto en la evolución de los personajes, como en la propia historia, que deja atrás algunas de sus bondades para adentrarse en un territorio cada vez más oscuro en el que los propios creadores parecen haber soltado ya de la mano a su pandilla, ahora, de adolescentes para que se enfrenten definitivamente a sus miedos tras dejar atrás el territorio de la infancia y asumir la realidad de la vida.
En este sentido, la historia ya no remite tanto al encanto jovial del cine de Spielberg, Dante, Reitman o Zemeckis, como al universo literario -y también cinematográfico- de Stephen King, quien se ha reconocido fan incondicional de la serie. El escenario, el elevado sufrimiento de los protagonistas y el omnipresente estallido del mal, independientemente de su origen, cobran aquí el mismo sentido que en muchas de las obras del escritor norteamericano, como si todo condujese en realidad hasta esta última estación, o porque todo, en realidad, conduce a esta etapa de la vida en la que descubres que el niño de entonces ya no está.