Su gran concepto fue el de la inmadurez, pero antes se dedicó a delimitar la noción de forma. Witold Gombrowicz nació en el señorío de Maloszyce (200 km. al sur de Varsovia) en 1904, y murió en Vence (Francia) en 1969. Su gran obra es Ferdydurke (1937): impresionante texto narrativo sobre la inmadurez en su más amplia y precisa relación con la forma, que es todo; es decir, la forma incluye, para Gombrowicz, todas las posibilidades de manifestación del ser humano: palabras, ideas, gestos, decisiones, actos, toda la cultura, todos los disfraces, toda la política. Según Gombrowicz, la forma define pero también deforma, y hasta profana al hombre. La forma está constituida por el conjunto de rituales establecidos de acción, de maneras de ser y estar. Con la forma se alcanza la falsedad suprema, se logra la madurez, o lo que es lo mismo, el mortífero enmascaramiento, la superchería absoluta, dice Gombrowicz. Estamos socialmente obligados a la forma, pero surgen ciertos movimientos de rechazo más o menos conscientes, intentos de recuperar una postura distinta, una situación que suponemos había antes de la forma, antes de asumir la forma con la edad adulta, con la indumentaria de la madurez.
Gombrowicz recomendaba tener miedo a la forma y, sobre todo, no desearla nunca. Hay un antídoto contra la forma oficialmente erigida. No es un levantamiento aparatoso o revolucionario, ni siquiera en las costumbres. La forma es una cuestión puramente individual. Pero tampoco se trata de una transformación espiritual del individuo. Gombrowicz sentía un delicado desprecio por el catolicismo, especialmente por el polaco, un desprecio que extendía a la cultura, a la que identificaba con “la violación de un débil por un poderoso”. El antídoto es el misterio de Gombrowicz.
La única antítesis de la forma es la inmadurez. Pero cómo se percata uno de eso, cómo se adquiere eso. Gombrowicz dice que la inmadurez es algo interior y privado que se vincula al mito bastante patológico de la juventud y a las tendencias maníacas que produce, debido al hecho de que la juventud implica siempre la inferioridad: “el hombre quiere ser perfecto; quiere ser Dios. Pero por otra parte quiere ser joven, quiere ser imperfecto”. Son deseos contradictorios suspendidos entre la juventud y la divinidad. Una juventud deseada a pesar de que sea una edad más tonta, más débil, más indolente, afirma Gombrowicz. No obstante, es una edad que posee un valor indudable: “es un mundo en sí misma”. Y los adultos sucumben ante la fascinación de la inferioridad juvenil, de la irresponsabilidad, de la tontería.
La juventud es siempre víctima de maquinaciones que los adultos organizan con intereses lucrativos. La rebeldía en esa tierna edad es esencialmente ilusoria. El fenómeno no es nuevo, si bien se ha desarrollado muy crecidamente en la modernidad, tanto en la objetiva como en la subjetiva. Todo este montaje dramático sirve para que la gente viva con un mínimo de fingida seguridad y dentro de un orden nefasto. Por encima de todo, hay que mantener el orden en la granja de animales presuntamente dotados de racionalidad. Gombrowicz aconsejaba: “Desconfiad de la inmadurez que yace, secretamente, en el meollo de vuestra madurez”.