La Agencia Central de Inteligencia, el KGB, la Mafia, la logia Propaganda 2, los servicios secretos de Italia y del Vaticano, la Democracia Cristiana Italiana, los neofascistas, la siniestra organización ‘Gladio’, el conde de Saint-Germain, Cagliostro, el doctor Fu Manchú, etcétera: en aquella conjuración sólo faltaron Catilina y el cardenal Richelieu. El secuestro y asesinato de Aldo Moro sigue envuelto, después de tantos años, en las sombras del artificio más que del misterio. Al menos, de manera oficial. Mentiras sobre mentiras. Sin embargo, mentiras inútiles.
El 16 de marzo de 1978 tuvo lugar el secuestro de Aldo Moro por un comando de las Brigadas Rojas (attacco al cuore dello Stato), justo en la jornada en que el Congreso iba a votar una moción de confianza a favor de un ejecutivo presidido por Giulio Andreotti con la colaboración del Partido Comunista, pero sin que éste tuviera ministros en el gabinete. Se aplicaba el célebre ‘Compromiso Histórico’, una fórmula de gobierno de concentración nacional inventada hacia 1973 por Enrico Berlinguer, carismático secretario general del PCI, para hacer frente a la grave coyuntura política, social y económica por la que atravesaba Italia en los años setenta del pasado siglo, y que no gustó a los Estados Unidos y tampoco a la Unión Soviética. Ni Andreotti ni Berlinguer se mostraron partidarios de negociar con los terroristas, que exigían la liberación de una serie de presos de las BR.
El 9 de mayo, el cuerpo sin vida de Moro fue abandonado por los terroristas en el maletero de un coche de color rojo —un Renault 4; en España, popularmente, ‘Cuatro Latas’— en la Via Caetani, punto equidistante entre las sedes de la Democracia Cristiana (Piazza del Gesù) y del Partido Comunista (Via delle Botteghe Oscure), como acto simbólico de recriminación y desafío hacia la clase política y las fuerzas del orden.
Moro era un hombre que sabía mucho o más de la cuenta. Secretos de Estado e interestatales. Y se temía que hiciera revelaciones inoportunas a sus secuestradores para salvar el pellejo, lo que, por lo visto, no estuvo a punto de hacer sino que lo hizo. Aldo Moro había sido Primer Ministro entre 1963 y 1968; y, más tarde, entre 1973 y 1976. Según Pier Paolo Pasolini, era el dirigente menos contaminado de su partido. ¿Fue de lógica que lo condenaran? Pero que conste que Aldo Moro no era ningún ángel.
Leonardo Sciascia publicó en 1978, aún en caliente, una obra titulada L’Affaire Moro (Sellerio Editore, Palermo). Su análisis era inteligente y sagaz, como de costumbre, pero tal vez en exceso sutil. Fue ésta una obra más de las suyas —como El contexto (1971) y Todo modo (1974)— que incidía en el diagnóstico de una república corrompida hasta la médula. Que había vínculos orgánicos entre la Mafia, determinados círculos de la Masonería y los Servicios Secretos era algo sabido de todos, pero otra cosa era demostrarlo. Así y todo, hubo no pocas declaraciones explícitas, como la del general Gianadelio Maletti, que fue jefe del servicio D (Controspionaggio) del SID (Servizio Informazioni Difesa del Ejército, luego SISDE) y adherido a la P2: “Ciertamente, incluso el asesinato de Aldo Moro, como la misma acción de las Brigadas Rojas, fueron sin duda alimentadas por los norteamericanos. Simplemente dejando hacer”. Por su parte, la viuda de Moro, Eleonora, afirmó que Henry Kissinger —asesino en serie y genocida retribuido con el Nobel de la Paz— había amenazado a su esposo por su apoyo a un entendimiento con los comunistas: “Va usted a pagar por ello un precio muy alto”, dijo. La veracidad de esta amenaza la ratificaron más personas. En un momento de confusión se llegó a pensar que la propia Eleonora Moro estaba dentro de la trama, pero este rumor desapareció como por arte de magia.
Steve Pieczenik, psiquiatra, novelista de ciencia-ficción, editor y aficionado al piano, era, además, funcionario del Departamento de Estado del Imperio. Se autodefine como especialista en ‘psicopolítica’, así como en ‘resolución de conflictos’ en los cinco continentes. Y, si hace falta, en la luna. En 1978 Pieczenik, en su calidad de experto en gestión de crisis y negociador de rehenes, fue enviado por el presidente estadounidense Jimmy Carter para cooperar con las autoridades italianas en las investigaciones sobre el rapto de Moro. Pieczenik fue asesor de distintos secretarios de Estado en Washington: Henry Kissinger, Cyrus Vance, George Schultz y James Baker, aparte de una figura importante de la Agencia. En 2007, prácticamente 30 años después del imbroglio Moro, publicó una novela en la que ficcionalizó aquellos sucesos: Terror Counter Terror (iUniverse Inc, Bloomington, Indiana, USA). Nada del otro jueves. Nada que no se supiera. En resumidas cuentas, el discurso resultante venía a confirmar las hipótesis de supremacía elaboradas con anterioridad. Pieczenik atestigua que Moro fue sacrificado en aras de la estabilidad de (la eternamente inestable) Italia, país habituado a navegar, a lo largo de toda su historia, en aguas turbulentas. Pero, en aquellas circunstancias, ¿qué se entendía por estabilidad? Era fácil: lo que Estados Unidos imponía como estabilidad. Sin la menor fisura; sin el más mínimo riesgo para sus intereses. La decisión final la tomaron Francesco Cossiga y Belzebú, es decir, Giulio Andreotti.
El tal Piecznik era un espía al que no le importaba desempeñar, circunstancialmente, funciones de sicario a distancia, aunque, como es lógico, esto no lo dice en el libro.
Se impuso la negativa a negociar con los terroristas. No obstante, en otros casos, y con final feliz, la Democracia Cristiana había negociado antes del 78, y negociaría después, en situaciones similares, como en los secuestros de los magistrados Mario Sossi (1974) y Giovanni D’Urso (1980); del ex Presidente de la Región de Campania, el democristiano Ciro Cirillo (1981) o en el funesto episodio del trasatlántico Achille Lauro (1985), que terminó con un duro enfrentamiento entre Italia (Bettino Craxi) y Estados Unidos (Ronald Reagan) conocido como la Crisis de Sigonella.
Otro expediente en el marco de esta monumental maquinación lleva el nombre del periodista Mino Pecorelli, quien tuvo estrechos contactos con la Sicurezza Interna y anunció de diversas maneras el trágico destino de Moro. En 1967 dijo, en la revista Il nuovo mondo d’oggi, que desde 1964 ya se había fraguado un proyecto para la eliminación (física) de Aldo Moro y una maniobra para hacer culpables a los activistas de extrema izquierda. En septiembre de 1975 escribió en OP-Osservatore Politico, semanario de su propiedad, que un miembro del séquito de Gerald Ford, de visita en Roma en aquel año, le advirtió sobre un futuro magnicidio. El 15 de marzo de 1978, Pecorelli difunde un mensaje de género críptico en el que profetizaba un crimen de Estado para los idus de marzo de ese año. Al día siguiente, Moro era secuestrado. Y no sólo esto. Pecorelli estaba informado de las cartas que Moro escribía desde su cautiverio, incluso antes de ser publicadas. Pudo dar la noticia, con antelación, de la estremecedora carta en la que Moro increpaba amargamente a sus correligionarios de la DC: “mi sangre recaerá sobre vosotros”.
El 2 de mayo, Pecorelli denuncia: “La emboscada de vía Fani lleva el sello de un lúcido superpoder. La captura de Moro representa una de las más grandes operaciones políticas cumplidas en los últimos decenios en un país industrializado del sistema occidental. El objetivo primario es, sin más, el de alejar al Partido Comunista del área del poder cuando se va a dar el último paso, la directa participación en el gobierno del país”. Y también: “El cerebro director que ha organizado la captura de Moro no tiene nada que ver con las Brigadas Rojas tradicionales. El comando de vía Fani expresa de forma insólita pero eficaz la nueva estrategia política italiana”.
El 17 de octubre escribe: “El ministro del Interior lo sabía todo, sabía incluso dónde estaba preso”. Y añade enigmáticamente: “¿Por qué no ha hecho nada? El ministro no podía decidir nada sobre dos pies; debía escuchar más alto y aquí está la cuestión. ¿Cuánto más alto?”. Ese ministro era Francesco Cossiga.
El 16 de enero, ya de 1979, Pecorelli avisa que va a aportar nuevos y trascendentales datos, pero dos meses después, el 20 de marzo, es asesinado: cuatro disparos y una piedra en la boca. En el código mafioso, la piedra en la boca delata a un traidor. ¿Estaba el tan enterado Pecorelli en el ajo, y hasta el cuello, y dijo más de lo que debía? Claro que sí, como integrante que era de la P2. Según testimoniaron varios arrepentidos de la Mafia, la liquidación de Pecorelli fue un favor que se le hizo a Andreotti (Fuente: Comunidad de Ayala - http://www.comayala.es/Libros/ddc/cap16.htm).
Como simple curiosidad, el detalle de la piedra en la boca fue también un antiguo ritual contra los vampiros, lo mismo que la estaca en el corazón.
La señal para dar luz verde a la ejecución de Aldo Moro consistió en un falso comunicado de las Brigadas Rojas, fabricado en las oficinas gubernamentales, en el que se decía que el político ya había sido suprimido, con lo que se preparaba a la opinión pública para un desenlace fatal y se daba a entender a los terroristas que no habría negociación. Si a esto agregamos que, en aquella época, las BR estaban dirigidas por Mario Moretti, agente al servicio tanto de la inteligencia italiana como norteamericana, el rompecabezas está acabado.
¿Moretti? Es la clave táctica por excelencia de la confabulación. Su biografía es interesantísima. Probablemente pertenecía a Gladio. Fue detenido en 1981 y condenado a seis cadenas perpetuas. Una farsa. Tras 15 años de presidio al completo, se le concedió un régimen de semilibertad en 1997. Está ahora en una prisión de Milán. Sale durante el día para trabajar y duerme en la cárcel todas las noches, con lo que se ahorra los costes de vivienda. ¿Qué más quiere?
El cadáver de Aldo Moro dio al traste con el Compromesso Storico. Toda una paradoja, ya que la pantomima eurocomunista fue otra artimaña urdida (y bien pagada) por la coalición anglonorteamericana y la socialdemocracia europea. Además, Andreotti era el que verdaderamente manejaba los hilos con el permiso de la Casa Blanca, como es obvio. Cabe, pues, preguntarse: ¿dónde está el problema? ¿A qué venían las presuntas incógnitas puestas al descubierto desde la cárcel por Ilich Ramírez Sánchez (alias ‘Carlos’, alias ‘Chacal’) sobre el aborto de una estrategia para salvar la vida de Moro sólo porque un fulano de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) habló más de lo necesario delante del auditorio equivocado?
En 2002, Giulio Andreotti fue condenado a 24 años como instigador de la muerte de Pecorelli, ya que éste iba a sacar un libro con críticas muy perjudiciales hacia Belzebú por su responsabilidad en el asesinato de Aldo Moro. En 2003, el Tribunal Supremo (Corte di Cassazione), pertinentemente aconsejado, revocó dicha sentencia.
Todo aquel circo de oráculos, sesiones de espiritismo, levitaciones, horóscopos, trampantojos y confidencias a medianoche fue un fenómeno más de ese colosal contubernio que Guy Debord llamó la ‘política-espectáculo’; es decir, un psicodrama de superficie revestido con todo el boato de la oficialidad y magistralmente estructurado para ocultar, a los ojos de la ciudadanía, la auténtica realidad de los hechos en la que el poder actúa. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. Una imagen ilusoria de cohesión social como, por ejemplo, la conciencia de estabilidad. Por ello, afirma Debord: “lo verdadero es un momento de los falso” (La société du spectacle, 1967); o, en palabras de Günther Anders: “Mentir se convierte en superfluo cuando la mentira se ha convertido en verdad” (L’obsolescence de l’homme, 1956). La democracia liberal está montada sobre un omnipotente y preciso dispositivo de carnavalización de los acontecimientos y distorsión de las ideas y los conceptos (aparato ideológico), cuya capacidad mentalmente perturbadora y atrofiante en el cuerpo social va incrementándose de forma paralela al desarrollo tecnológico y mediático, de máximo nivel, monopolizado por las oligarquías globales en su exclusivo provecho. Son los mismos.