Un satanismo real y empírico justifica al francés Joris-Karl Huysmans (1848-1907) como autor de la novela Là-bas, título cuya traducción al español ha sido hasta ahora Allí abajo, Allá abajo o Allá lejos, cuando en la lengua gala se trata de un adverbio de lugar que significa ‘allí’ o ‘allá’; en algún contexto sería ‘por ahí’, ‘por allí’ o ‘por allá’. Me quedo con la forma Allá abajo por ser la más usada y acorde con la infernalidad de la historia que se cuenta en el libro; por infernus e inferus: es decir, ‘lo que está debajo’, ‘lugar inferior’ o ‘subterráneo’. La especulación demonológica de las tres grandes religiones monoteístas deriva de las cosmogonías y cosmologías mesopotámicas (sumerio-acadia, caldea y asirio-babilónica) a través de los mitos hebreos. En la cultura sumeria, el otro mundo era una lóbrega caverna (Kur) de las profundidades de la Tierra donde las almas llevaban una vida oscura y disminuida sin importar la conducta que habían tenido antes de morir, si bien esta mentalidad fue cambiando con el tiempo; lo que interesa subrayar es la generación de un turbio submundo post mortem que más tarde sería concebido como emplazamiento de punición preternatural. Huysmans inició su carrera literaria dentro del naturalismo de Émile Zola, para pasarse luego al ambiente decadentista con una percepción muy negativa de la vida —y en especial de la vida moderna— al hilo del pesimismo de Schopenhauer. Es su novela À rebours (Al revés), de 1884, la que confirma ese cambio de estética; siendo ahora las notas predominantes el elitismo, la exquisitez y toda suerte de refinamientos sensuales, el dandismo, el deleite de lo perverso y sacrílego, inmoralismo y amoralismo, ponderación del mal como arma arrojadiza contra la vulgaridad y el materialismo obtuso del establishment burgués, investigación de nuevas formas artísticas antirrealistas y antinaturalistas, el relevo de la naturaleza por el arte, la impugnación de la banalidad propia de un progreso exclusivamente tecno-industrial, encumbramiento de la fantasía y el sueño, etc. Hay bastante de común entre el decadentismo, el simbolismo y los modernismos, pero también marcadas diferencias, aunque no es esta la sazón indicada para análisis comparativos. La décadence, más que un movimiento, fue un estado de ánimo que se enseñoreó de Europa occidental durante los veinte años finales del siglo XIX. Y À rebours fue la obra más emblemática de la estética decadentista, como su antihéroe Des Esseintes sería el prototipo de la misma, mientras en las artes plásticas, el pintor belga Félicien Rops fue el portaestandarte de aquella sensibilidad, con sus composiciones de erotismo blasfemante y demoníaco. Huysmans publicó Là-bas por entregas en L’Écho de Paris, en 1891, y después, en ese año, salió en forma de libro. El protagonista de esta novela es Durtal, un alter ego del autor que también protagonizará las siguientes tres novelas escritas por un Huysmans ya convertido al catolicismo; novelas que exploran el camino de esa conversión religiosa. El novelista Durtal, asqueado de la insulsez contemporánea, de la monotonía diaria, de una sociedad estúpida atada a contravalores nauseabundos, se zambulle en el estudio de la Baja Edad Media dejándose embargar por la tétrica fama de Gilles de Montmorency-Laval (1405-1440), Barón de Rais (o Retz), señor de Bretaña, Anjou, Poitou, Le Maine y Angoumois, entre otras heredades, comandante del Ejército Real que alcanzaría el grado de Mariscal de Francia por sus méritos militares en la Guerra de los Cien Años, en la que luchó codo con codo al lado de Juana de Arco, pero cuya nombradía como pederasta y asesino en serie de niños tal vez supera a su hoja de servicios castrenses, por lo que se presume fue el patrón del que Charles Perrault se valió para su cuento de 1697 Barba Azul (Barbe Bleue), donde el pedófilo se transforma en exterminador de esposas. La sumersión en la biografía del barón de Rais descubre a Durtal los cultos satánicos, operaciones de alquimia y orgías sangrientas que el aristócrata organizaba en sus castillos de Tiffauges, Machecoul o Champtocé, en medio de una corte de nigromantes, brujas, alquimistas, sádicos, pitonisas, magos y toda la comparsa. Los niños eran secuestrados, torturados, violados (antes y después de la muerte), desangrados y descuartizados. Gilles de Rais, enloquecido entre convulsiones de frenéticos orgasmos, eyaculaba copiosamente sobre los cadáveres infantiles mientras su público aplaudía entusiasmado. Huyendo del hastío cotidiano y de la mediocridad de las masas, del “americanismo de las costumbres” y de “la apoteosis de la caja de caudales,” Durtal se concentra en las ciencias prohibidas en pos de los misterios sobrenaturales; y del misticismo desaforado al trato con Satán no hay más que un paso. Todo se confabula para que Durtal entre en contacto con determinados círculos satánicos de su tiempo —sobre los que tenía serias dudas acerca de su realidad— y con todo lo que rodea a la misa negra, rito por antonomasia de la adoración al Diablo. Des Hermies, amigo de Durtal, es una mina de información a propósito de las liturgias diabólicas: “El ritual de aquellas ceremonias era bastante atroz; generalmente se había raptado a un niño, al cual quemaban en un horno. Luego se mezclaba esta ceniza humana con la sangre de otro niño al que degollaban, formando una pasta parecida a la de los maniqueos, de la que ya te he hablado. El abate Guibourg decía la misa, consagraba la hostia, la cortaba en pequeños pedazos y la mezclaba con aquella sangre oscurecida por la ceniza; esto era la materia del sacramento.”
“La primera víctima de Gilles fue un niño muy pequeño cuyo nombre se ignora. Le rajó el cuello, le cortó las manos, le extrajo el corazón, le arrancó los ojos y lo llevó todo a la habitación de Prelati (clérigo y alquimista italiano que asesoraba a De Rais y participaba en sus siniestras bacanales). Ambos lo ofrecieron con invocaciones apasionadas al Diablo, que guardó silencio. El exasperado Gilles desapareció. Prelati enrolló aquellos pobres restos en una tela y, temblando, salió, en la noche, a enterrarlos en tierra santa, cerca de una capilla dedicada a San Vicente.” Gilles de Rais, cuya trayectoria vital es mostrada en Là-bas con pelos y señales, se yergue como efigie titánica en una vorágine de excesos criminales aderezados con el aparato de una estética del horror. Durante el proceso judicial al que fue sometido, la actitud del barón raya en un orgullo extrahumano: “He nacido bajo tal estrella que nadie en el mundo la ha tenido y nadie podrá hacer jamás lo que yo he hecho.” De Rais sería sentenciado a la horca y luego su cuerpo iría a las llamas de la pira (bûcher o bucher), pero se le concedió el favor de que el cuerpo no fuera totalmente quemado para su entierro en el Convento de los Carmelitas (Couvent des Carmes) de Nantes.
Por fin Durtal asiste a una misa negra: “Apareció el altar, un altar normal y corriente, con un tabernáculo encima sobre el que se erguía un Cristo ridículo e infame. Le habían levantado la cabeza y alargado el cuello, y las arrugas dibujadas sobre las mejillas transformaban el rostro dolorido en una cara deformada por una sonrisa innoble. Estaba desnudo, y en lugar del paño que le cubría los costados, una excitada vergüenza viril emergía de una mata de pelo. (...) Precedido por dos monaguillos, y cubierto con un gorro escarlata del que sobresalían dos cuernos de bisonte de tela roja, entró el canónigo... (...) Se inclinó solemnemente ante el altar y subió los peldaños para dar comienzo a su misa. Todas las mujeres se dejaron envolver por aquellos sahumerios; algunas inclinaron la cabeza sobre el brasero y aspiraron con fuerza aquel aroma; luego, medio desvanecidas, se abrieron los vestidos emitiendo roncos suspiros. Entonces el sacrificio se interrumpió. El sacerdote bajó los peldaños de espaldas y gritó con voz emocionada y aguda: ¡Oh maestro del pandemónium, dispensador de los beneficios del delito, gran intendente del pecado más suntuoso y del vicio más desmesurado, Satanás, es a ti a quien adoramos, oh Dios lógico y justo! (...) Tú incitas a la madre a vender a su hija, tú asistes los amores estériles y prohibidos, ¡oh protector de las neurosis más agudas, torre de plomo de la histeria, vaso sanguíneo de las desfloraciones! (...) Es a ti a quien como sacerdote obligo, quieras o no, a descender a esta hostia y a encarnarte en ese pan. ¡Jesús, artista de la superchería, ladrón de homenajes, predador de afectos, escucha! Desde el día en que saliste de las entrañas de una virgen has faltado a tus compromisos y a tus promesas; siglos enteros han estado esperándote, ¡Dios desertor y mudo! Tenías que aparecer en tu gloria y dormías (...) ¡Nosotros queremos reclamar tus clavos, apretar tus espinas y hacer derramar tu sangre dolorida sobre tus llagas resecas! (...) ¡Amén! Gritaron las voces cristalinas de los monaguillos. Algunas mujeres cayeron rodando sobre la alfombra. Una se arrojó al suelo agitando las piernas, como movida por un resorte; otra, afectada repentinamente de un terrible estrabismo, gorjeaba, y luego enmudeció y se quedó con la boca abierta y la lengua enrollada hacia atrás hasta tocar el paladar; otra, hinchada y lívida, con las pupilas dilatadas, inclinaba y levantaba bruscamente la cabeza y se arañaba la garganta con las uñas; finalmente otra, que estaba tendida en el suelo, se quitaba la falda y enseñaba un vientre desnudo, hinchado, enorme, luego se retorcía con terribles muecas y mostraba una lengua blancuzca con los bordes mordisqueados, que no podía apartar de una hilera de dientes rojos. Entonces, mientras los monaguillos se juntaban con los hombres y el ama de casa subía hacia el altar, empuñando con una mano el asta del Cristo y sujetando con la otra un cáliz entre las piernas desnudas, en el fondo de la capilla una niña que no se había movido hasta aquel momento, se inclinó de repente hacia delante y ladró a la muerte, ¡como una perra!”.
Esta descripción aporta una idea creíble de las messes noires de andar por casa que se practicaban en los clubes satanistas de la Francia de aquellos años, como demostración de la pervivencia, entonces, del culto al Príncipe de Este Mundo. Huysmans conoció a gente relacionada con el demonismo y la demonología; fue amigo, por ejemplo, de Joseph-Antoine Boullan (l’Abbé Boullan, 1824-1893), sacerdote católico de vida irregular y defensor de unas tesis bastante peripatéticas sobre la fe cristiana. El abate anduvo enredado en episodios tan chocantes como las clases de autosugestión y autohipnosis que les daba a ciertas monjas calenturientas, irritadas con la posesión diabólica, las cuales eran hermanas de la Orden de la Reparación, fundada por él mismo. Boullan tiene amoríos con la superiora de esa comunidad, y las técnicas psicológicas que enseña a las reverendas hacen a éstas soñar que copulan con Jesucristo y algunos santos. Los poderes civil y eclesiástico se fijan en él; es encarcelado y confinado. En 1875 deserta definitivamente del catolicismo para liarse con cabalistas, taumaturgos y videntes, ingresando en una anómala Obra de la Misericordia, creada por Eugène Vintras, que Boullan, a la muerte de aquél, convertirá en un refrito de despojos evangélicos, astrología y festivales pornográficos. Y así un disparate detrás de otro. En Allí abajo, Huysmans modeló el personaje del doctor Johannès como un trasunto de este controvertido sujeto. Después de Là-bas, Huysmans emprende la subida hacia los ideales católicos (con estancias en monasterios), experiencia que plasmará en sus tres últimas novelas: En route (1895), La Cathédrale (1898) y L’Oblat (1903).
El satanismo, como creencia o como coartada, tendrá un curso desigual pero continuo a lo largo del siglo XX y los comienzos del XXI, con avatares distintos según las etapas, como también ocurrirá con las artes herméticas, dilatación que conlleva consecutivas construcciones lingüísticas siempre en relación con la lengua literaria, dado el estilo asiduamente efectista y artificioso de los lenguajes esotéricos, así como la ubicuidad de una elaboración simbólica del pensamiento.